domingo, 29 de abril de 2007

LAS ENTRAÑAS DEL TIBURÓN



Este es mi primer post y debo confesar que estoy nerviosa. Créanme, ya entenderán por qué. Pero empezaré primero cumpliendo con las formalidades del caso. Hola! mi nombre es R. y ahora si, con temor les digo, soy una estresada. No una más del montón, no una de las que banaliza su hablar utilizando de muletilla ese sustantivo, soy sin exagerar el mejor vástago que ha podido parir el estrés. Mi vida no es fácil, está muy lejos de serlo. Y ahora me he dado cuenta que el azar es quien se ha encargado, todo este tiempo, de convertirme en lo que soy, una estresada de la gran pepa, como diría mi padre. La taquicardia ha vuelto.
Me pregunto, últimamente, si todo comenzó cuando mis ojos de ocho años conocieron las entrañas del Tiburón. Ese bar con nombre de cetáceo que cada noche se esmeraba en mostrarme sus feroces fauces. El Tiburón reventaba de gente, de ruido, de riñas y la función comenzaba a partir de las 4 de la madrugada. Entonces, un grupo de borrachos insufribles, con las cabezas repletas de alcohol, recogían de la calle unas botellas de ron Cartavio exprimidas por la sed y de golpe con una furia incontenible, las estrellaban contra el suelo. Desde la ventana de mi cuarto, podía verlo todo. Una batalla campal decían mis padres y de inmediato me regresaban a la cama. Más de un cuerpo de sopetón fue sometido a una de esas cirugías callejeras. La avenida Bolognesi en Chimbote se había convertido de pronto en una sala de operaciones al paso, baldeada con violencia de sangre ¿Acaso eso pudo influir? No lo sé, siempre pensé que era una anécdota divertida, hasta que con ingenuidad la compartí con unos amigos. Ahora dicen que ese episodio lo explica todo, desde mis taquicardias, mi seño fruncido que delata mi constante tensión, hasta el aura de estrés con el que dicen suelo moverme de un lado a otro.
Confieso que he tratado de convencerlos de lo contrario, he intentado incontables veces cruzar la puerta del trabajo con una sonrisa inmensa, me he esmerado en mover los rulos con suavidad, tratando de imitar el vaivén de un mar calmo, he cambiado mi andar por uno más desgarbado, relajado, como si acabara de fumarme un porro, pero nada ha funcionado. Mi pecho se ha convertido en una caja de resonancia tan sonora, que a veces me preguntó si el resto puede escuchar el concierto con el que vivo a cuestas. No es una ventaja, no es que tenga a The libertines retumbando mis huesos al ritmo de When the lights go out, es un sonido seco, constante, insoportable, sin cadencias ni voces; si escuchara voces, a parte de estresada sería esquizofrénica, que tal cocktail. Ojala tuviera un control y pudiera solo presionar el mute, silenciaría mi cuerpo.
He vivido más de treinta años pensando que era normal como todos, hasta que hace un tiempo un amigo, con total sinceridad, me dijo que no lo era, que estaba lejos de serlo y que no estaría mal buscar un terapeuta. Mientras más nos fuimos conociendo, Javier comprendió que no era yo la culpable y ensayó una teoría de lo más descabellada:…existe una fuerza extraña que se divierte sometiéndote a situaciones que ponen a prueba tus nervios, me dijo convencido. Toda esta cruda confesión me la hizo en un viaje que hicimos juntos a Europa, cuando pudo observar de cerca, mis reacciones ante algunas situaciones de peligro. En ese preciso momento pensé que seria mejor colocar mi vida en el diván de quienes están dispuestos a leer estas líneas ¿Acaso todo era una casualidad? Ahora lo pienso, mientras el reloj marca las 2 de la mañana, y el intercomunicador suena, una voz del otro lado me dice que le abra la puerta, que no puede entrar al edificio, no me conoce ni yo a ella, es una mujer, me niego a abrirle, insiste, vuelvo a negarme, temo que puedan asaltar mi casa de nuevo. Otra vez la taquicardia ¿Pueden escucharla?