domingo, 27 de mayo de 2007

EL METRO DE PARIS



La primera vez que me sumergí en el metro de París, mis oídos colapsaron de éxtasis al ser sorprendidos por una inesperada marcha de violines. Melodías suaves, violentas, por segundos intensas, por minutos nostálgicas, pero, sobretodo, cuerdas enfrentadas contra cuerdas resucitando composiciones inmortales, resucitando, inevitablemente, cada pelo de mi cuerpo. Esta vez no habían sístoles y diástoles, solo el sonido de quince perturbadores stradivarius penetrando mis huesos. Pensé entonces que la cultura en París se respiraba incluso en un lugar tan utilitario y pragmático como un metro. Ahí estaba yo, detenida frente a un grupo de estudiantes de música, que había decidido sorprender, a esta humilde melómana con nervios de goma, con un impresionante espectáculo de música clásica. Descendí las escaleras, visiblemente, conmovida, hasta llegar al corazón del metro de París, la estación central: Chatelet. Aún recuerdo ese nombre Chatelet, Chatelet, Chatelet, tanto como esa palabra pegada, maravillosamente, en cada pasillo del subterráneo, “sortie”, salida, escape.



Esperaba la llegada del metro para dirigirme hacia la estación que me llevaría hasta el albergue, donde, por esos días, compartía el sueño con un grupo de japonesas, que habían llegado hasta la ciudad luz para comprarlo todo. Aguardaba, entonces, detrás de la raya amarilla, esperando atenta el sonido de la campana, cuando de pronto un hombre bastante desgarbado, que evidenciaba su existencia arrastrando los pies, se acercó a mí, sí, entre decenas de personas, me eligió a mí y no solo eso, me habló en francés, terrible equivocación, je ne parle pas francais, le dije. Con las señas entendí que quería un cigarro, segundo error, no fumo, la nicotina y el alquitrán, me pueden matar antes de tiempo y si algo deseo es llegar por lo menos a los 90 años con vida, no puedo esperar alcanzar a Juanita, mi abuela, quien ya pasó los 101. Pero en fin, no tenía cigarros, el mendigo algo molesto desistió y le pidió lo mismo al hombre que estaba parado a mi lado, mala suerte, él tampoco fumaba. De pronto, un esputo volador se estampó contra la cara del vecino, quien se limpió con un pañuelo y solo atinó a meter las manos dentro del bolsillo de su saco y empuñar una chaveta filuda, brillante, tan brillante que el contacto visual me hizo pestañear; el indigente fumador no se quedó tranquilo, sacó también de su mochila un cuchillo y, sin imaginarlo, yo R. estaba en medio de esa gresca, totalmente, asustada.

Chatelet estaba reventando de gente, las caras se encogían asombradas, aterradas y no encontraba un lugar a donde huir. Y no exagero cuando digo que sin problemas podía salir lastimada. Ambos lados estaban ya en posición, con las retinas dilatadas, cortando el viento con el acero, ambos listos para herir a su adversario ¿Se darían cuenta de que yo no era el enemigo? Estaban cerca, tan cerca, que solo atiné a encoger la barriga, cubrirme la cara, que vanidad, y empujar al resto, en un intento natural de supervivencia. La taquicardia me estaba matando. Y no entendía los insultos, no comprendía lo que decían, no entendía nada, solo podía leer sus gestos y créanme que no era suficiente, estaba parada en medio de una bruma idiomática que alteraba cada nervio de mi asustadizo organismo. Y de pronto clinnnnnnn, clinnnnnnn, no era el segundo round, era el hermoso metro de París, esa mole de acero y pura electricidad que se acercaba veloz para rescatarme. Se abrieron las puertas y me sumergí corriendo en las fauces metálicas de mi salvador. Aún sudando, creí oír a lo lejos los stradivarius evocando una aterradora composición de Wagner. Llegué temblando al albergue y ahí estaban mis amigas japonesas que no hablaban español, francés pero masticaban algo de inglés. Les conté que había estado en el metro de París y que un hombre tenía un cuchillo, mis amigas consumidoras y de ojos rasgados solo exclamaron sorprendidas y con las camaritas colgándoles del cuello: The man has a Knife? Sí, a knife, les dije, Ohhhhh! A knifeeeeeeeeeee…Nooooooo…Solo logré trasladarles mis taquicardias con tal efectividad, que decidieron asustadas no poner un solo pie en el metro de París ¡Que había hecho! Estresar a mi entorno. Ni en París había logrado relajarme del todo y no contenta con eso, había bombardeado a mis nuevas amigas con intensas ráfagas de tensión. Pero debo decir a mi favor algo, ésta no es una exageración mía. El azar estaba detrás de todo esto, jugando una vez con los hilos de mi vida. Dos días después, más tranquila, decidí enfrentar mis temores y bajé de nuevo al metro, llena de coraje, para ir a conocer el Palacio de Versailles. Esa trifulca inaugural, me repetía una y otra vez, fue sola una terrible coincidencia, solo una coincidencia. Pero la verdad no lo fue, me equivoqué, viajar a Versailles fue un infierno, un desafío más para mi cuerpo. Adiós, coraje.

Esta vez, dos hombres intentaron asaltar a unos amigos y, por supuesto, a mí. Hasta ahora me pregunto ¿Por qué nunca puedo estar excluida de estos insufribles episodios? No lo sé. En fin, llegamos a cambiar tres veces de vagón, intentamos perderlos de vista en cada una de las estaciones, pero fracasamos. Nos siguieron por media hora, se sentaban cerca, nos miraban fijamente. Era casi una suerte de tortura psicológica. En la penúltima estación por fin logramos correr por las escaleras mecánicas, atropellando en el camino a uno que otro franchute que gritaban a lo lejos consonantes y vocales enredadas, totalmente, incomprensibles. Que corno habrán dicho! Seguro mi madre pago pato, pollo y pavo. Mientras corría alterada por esos pasillos enredados solo atinaba a buscar esa milagrosa palabra: Sortie, escape, salida. Llegamos en segundos hasta la puerta de Versailles, jadeando como perros que huyen de sus amos, habíamos logrado por fin, perderlos de vista. Esa noche caminé sola hasta el Sena, me quedé por un rato mirando las luces, disfrutando la arquitectura en compañía de unos viejos faroles, pensé entonces en el azar y en ese raro imán que llevaba pegado al cuerpo y que se encargaba de atraer situaciones extrañas a mi vida. Al menos esa noche, el cielo parisino logró desterrar de mi pecho por un instante, esas incesantes taquicardias. Recordé entonces la marcha de los violines, ese sonido intenso y fui a dormir evocando los nostálgicos acordes de esos quince stradivarius del metro de París.

miércoles, 23 de mayo de 2007

DE BOMBAS, CORSOS Y GIGANTES


He decidido redecorar mi casa, comprar unos cojines, colgar unos cuadros y conseguir unas lámparas de papel chinas, mejor si son rojas por el feng shui. Dicen que el rojo tiende a atraer tranquilidad al hogar y la verdad es que esta casa y en vista de los crueles embates del azar, lo mejor es seguir de cabo a rabo ciertos consejos ancestrales. Iba a salir en busca de esas cálidas esferas que penden de las tiendecitas de la calle Capón, cuando recordé que casi perdí mi casa por una de esas pequeñas bolitas de papel maché. Fue en mis últimas vacaciones. Rosita, la mujer que se encarga de organizar mi vida, de limpiar el polvo blanco que se anticipa a las navidades, de ordenar mi casa luego de algún robo inesperado y de mantener las ventanas cerradas para evitar que algún murciélago irrumpa en mi casa, me contó aterrada que casi se incendia el departamento. En serio, que increíble, le dije entonces, comenzaba ya a perder, por esos días, mi capacidad de asombro.

Rosita me contó que dejo prendida la luz de una de las habitaciones y que, al día siguiente, cuando abrió la puerta, casi muere ahogada por la tremenda trompada que le prodigó en plena cara una insoportable nube de humo: la lámpara se había quemado, un cortocircuito seguro, y había terminado de achicharrarse, por suerte, en el parqué del cuarto.¿Cómo olvidarlo? Hasta hoy permanece dibujada en el suelo una simétrica aureola negra. Lámparas chinas descartadas. En fin, había decidido voltear la pesada página del pasado en esta casa, con todas las historias raras incluidas, y abrir las ventanas – solo por el día, ya saben que los murciélagos rondan Miraflores – y darle un nuevo respiro a la casa. Decidí empezar por sacudir el polvo de los muebles, cuando de pronto, la taquicardia, al mejor ritmo de Tiburón, tomó por asalto mi caja toráxica. Allí en el mueble crema, limpio, delicado, una inmensa huella de zapato, kilométrica, el zapato de un gigante podría decirse, abarcaba casi la totalidad del cojín ¿Qué era eso?¿Quién había saltado sobre un pie sobre mi diáfano mueble?¿Acaso había alguien en la casa? Ya estaba sudando. La música asfixiante de Tiburón retumbaba por todo mi cuerpo. Solo quedaba una salida: revisarlo todo.

Busqué en cada habitación, debajo de las camas, en los closets, detrás de las cortinas, de las mesas de noche – como si alguien pudiera caber ahí - detrás de las puertas, en la cocina, en los gabinetes, repisas, en los lugares más estúpidos, imposibles, delirantes, allí busqué también. La tina, el tacho de la ropa sucia, los cajones, los lugares ridículos, los más ridículos de todos. Nada, no había nada. Siguiente paso: comparar la huella con el zapato de mi hermano; el calza 43, no podía ser tan grande. Cogí una zapatilla, la medí detenidamente, y la diferencia era terrorífica, esa debía ser la huella de un hombre que calzaba quizá 52 ¿Existe acaso esa talla?¿De dónde pudo salir? O acaso me había encogido y en cualquier momento tendría que empezar a correr para evitar ser devorada por una hormiga. Era una huella grande en un mueble crema, una sola huella, no dos, una anormal marca negra que embarraba todo el cojín del sofá. Aturdida decidí olvidar el asunto, tirarlo a la espalda, total, no había nadie en la casa, estaba vacía. Sumaría este episodio, al del inexplicable polvo blanco. Quizá necesitaba un baño con esas bombas relajantes efervescentes, necesitaba que una espuma tan alocada como yo cubriera por completo mi cabeza y se llevara, con suerte, a punta de burbujas, todo el estrés de mi organismo. Eso haría, que las burbujas aplaquen mi neurosis.

Estaba lista entonces, cuando de pronto un sonido ensordecedor, volvió a crisparme los nervios. Bum, bum, bummm ¿Una bomba? Sí, era una bomba. Yo había vivido de cerca la de Tarata, había estado a una cuadra de la bomba colocada en el Hotel Maria Angola y a unos pocos metros de la explosión en el instituto Libertad y democracia. Una bomba, de nuevo una bomba. No me iban a sorprender esta vez, ya había aprendido, meticulosamente, las técnicas de supervivencia. En tiempo de guerra, cuerpo a tierra. En caso de bomba, siga estos pasos: tírese al suelo, aléjese de los vidrios, cubra su cabeza con la manos, abra la boca, separe las piernas, cierre los ojos y, si es católico, rece, si no lo es, hágalo también. Lo espantoso de este episodio, es que tuve que cumplir con todo el ritual antibombas desnuda. Recuerdan que tras la huella había decidido meterme a la tina para relajarme, bueno pues, acababa de poner el primer pie en el agua, cuando el estallido me sorprendió sin ropa. Sí, desnuda, en bolas, como Don Antonio.

Avance agachada hasta la habitación para traer hasta el baño mi teléfono. De nuevo, bum, bum, bummm. Miraflores, otra vez en llamas. Ya podía escuchar en mi subconsciente las sirenas, las ambulancias, los bomberos. Hola Rafael, oíste, una bomba de nuevo, estoy muerta de miedo y tirada en el baño boca abajo sin ropa, justo me iba a meter a la ducha, estoy aterrada, temo cortarme con los vidrios, hay ventanas por toda la casa, estoy encerrada en el baño. R. vístete por favor ¿Sabes que día es hoy? No, respondí. Dentro de dos días es 28 de julio y el Corso de Wong acaba de terminar su recorrido y ya empezó el fantástico espectáculo de fuegos artificiales, no hay bombas. Por favor R. tienes que hacer algo con esos traumas. Sí, vestirme. Estaba más roja que un camarón, totalmente abochornada, la vergüenza era tal que pensé que ese color rojo tan intenso invadiendo toda mi cara, terminaría convirtiéndose en una suerte de alergia ¡El Corso de Wong! Claro. Si alguien quería saber que tipo de traumas y efectos colaterales pueden producir en una persona la exposición a la violencia senderista, no indaguen más, la respuesta en mi caso es evidente: El ridículo. El efecto más bochornoso de todos. Ese que te quita el sueño, te paraliza la respiración y te arranca el pecho a punta de taquicardias estúpidas. Desde entonces, para evitar el ridículo, ese efecto colateral que dejó tan arraigado en mi Sendero Luminoso, cada 28 de julio procuro estar en el Parque Kennedy, levantar la vista al cielo, disfrutar de ese grupo de lucecitas centellando sobre mi cabeza y de paso no olvidar de nuevo que el bummm! No es otra bomba sino el tradicional Corso de Wong.

domingo, 20 de mayo de 2007

LA CABEZA DEL RAWÍ


Hace unos días, uno de mis hermanos recordó un poema del nicaraguense Ruben Darío: "La cabeza del Rawí". Y entonces caí en la cuenta que era uno de los favoritos de El Viejo enterrador de la comarca. Este peculiar personaje, a quien tuve la suerte de conocer gracias a la imaginación de mi padre, recitaba de corrido el poema de Darío, como un exquisito preámbulo de esas inolvidables noches de cuentos sin bombillas. Este es tan solo un pequeñísimo homenaje a mis padres.








LA CABEZA DEL RAWÍ


(Cuento oriental)



I



¿Cuentos quieres, niña bella?


Tengo muchos que contar:


de una sirena de mar,


de un ruiseñor y una estrella,


de una cándida doncella


que robó un encantador,


de un gallardo trovador


y de una odalisca mora,


con sus perlas de Bassora


y sus chales de Lahor.



II



Cuentos dulces, cuentos bravos,


de damas y caballeros,


de cantores y guerreros,


de señores y de esclavos;


de bosques escandinavos


y alcázares de cristal;


cuentos de dicha inmortal,


divinos cuentos de amores


que reviste de colores


la fantasía oriental.



III



Dime tú: ¿de cuáles quieres?


Dicen gentes muy formales


que los cuentos orientales


les gustan a las mujeres;


así, pues, si eso prefieres


verás colmado tu afán,


pues sé un cuento musulmán


que sobre un amante versa,


y me lo ha contado un persa


que ha venido de Hispahán.



IV




Enfermo del corazón


un gran monarca de Oriente,


congregó inmediatamente


los sabios de su nación;


cada cual dio su opinión,


y sin hallar la verdad


en medio de su ansiedad,


acordaron en consejo


llamar con presura a un viejo


astrólogo de Bagdad.



V



Emprendió viaje el anciano;


llegó, miró las estrellas;


supo conocer en ellas


las cuitas del soberano;


y adivinando el arcano


como viejo sabidor,


entre el inmenso estupor


de la cortesana grey,


le dijo al monarca: —!Oh Rey!


Te estás muriendo de amor.


VI



Luego, el altivo monarca,


con órdenes imperiosas


llama a todas las hermosas


mujeres de la comarca


que su poderío abarca;


y ante el viejo de Bagdad,


escoge su voluntad


de tanta hermosura en medio,


la que deba ser remedio


que cure su enfermedad.


VII



Allí ojos negros y vivos;


bocas de morir al verlas,


con unos hilos de perlas


en rojo coral cautivos;


allí rostros expresivos;


allí como una áurea lluvia,


una cabellera rubia;


allí el ardor y la gracia,


y las siervas de Circasia


con las esclavas de Nubia.



VIII



Unas bellas, adornadas


con diademas en las frentes,


con riquísimos pendientes


y valiosas arracadas;


otras con telas preciadas


cubriendo su morbidez;


y otras, de marmórea tez,


bajas las frentes y mudas,


completamente desnudas


en toda su esplendidez.



IX




En tan preciada revista,


ve el Rey una linda persa


de ojos bellos y piel tersa,


que al verle baja la vista;


el alma del Rey conquista


con su semblante la hermosa,


y agitada y ruborosa


llena de temor


cuando el altivo Señor


le dice: —Serás mi esposa.



X



Así fue. La joven bella


de tez blanca y negros ojos,


colmó los reales antojos


y el Rey se casó con ella.


¿Feliz, dirás, tal estrella,


Emelina? No fue así:


no es feliz la Reina allí


la linda persa agraciada,


porque ella está enamorada


de Balzarad el rawí.



XI




Balzarad tiene en verdad


una guzla en la garganta,


guzla dúlcida que encanta


cuando canta Balzarad.


Vióle un día la beldad


y oyó cantar al rawí;


de sus labios de rubí


brotó un suspiro temblante...


Y Balzarad fue el amante


de la celestial hurí.



XII



Por eso es que triste se halla


siendo del monarca esposa,


y el tiempo pasa quejosa


en una interior batalla.


Del Rey la cólera estalla,


y así le dice una vez:


—Mujer llena de doblez:


di si amas a otro, falaz.—


Y entonces de ella en la faz


surgió vaga palidez.



XIII



—Sí —le dijo—, es la verdad;


de mi destino es la ley:


yo no puedo amarte, ¡Oh Rey!


porque adoro a Balzarad.—


El Rey, en la intensidad,


de su ira, entonces, calló;


mudo, la espalda volvió;


mas se vía en su mirada


del odio la llamarada,


la venganza en que pensó.



XIV



Al otro día la hermosa


de parte de él recibió


una caja que la envió


de filigrana preciosa;


abrióla presto curiosa


y lanzó, fuera de sí,


un grito; que estaba allí


entre la caja, guardada,


lívida y ensangrentada


la cabeza del rawí.



XV



En medio de su locura


y en lo horrible de su suerte,


avariciosa de muerte


ponzoñoso filtro apura.


Fue el Rey donde la hermosura,


y estaba allí la beldad


fría y siniestra, en verdad,


medio desnuda y ya muerta,


besando la horrible y yerta


cabeza de Balzarad.



XVI



El Rey se puso a pensar


en lo que la pasión es,


y poco tiempo después


el Rey se volvió a enfermar.

jueves, 17 de mayo de 2007

EL VIEJO ENTERRADOR DE LA COMARCA


Hace unos días, en un intento por exorcizar las malas vibras de mi rincón apacible y no renunciar, sobretodo, a la compañía de mis viejas amigas, decidí invitar a un grupo de camaradas para callar esta vez y escuchar las historias del resto, quería descubrir si soy o no normal como todos. Dejé a un lado los avisos económicos, la búsqueda de una casa y el miedo inminente a equivocarme otra vez. Me relajé, como no lo hacia en mucho tiempo, tomé una lata de cerveza y me dejé embriagar por un instante por la voz impresionante de Billy Holiday. Escuche entonces a los otros. Los otros hablaron de sus trabajos, de sus departamentos, de sus novios, novias y, sobretodo, de lo gratificante y delicioso que era para cada uno de ellos, llegar cada noche a sus hogares. Por supuesto, sin murciélagos, ataúdes, vecinos en bolas, traficantes y demás situaciones freak, que se habían convertido ya en parte de mi vida. Sonaba, realmente, envidiable, casi imposible de alcanzar, dormir sin sobresaltos y taquicardias ¡Que lujo! En fin, hablaron de sus vidas, de su infancia, de esta evocación recurrente a los dibujos animados de hace veinte años atrás, recordaron juegos, su primer Nintendo o Atari, volvieron, casi con desesperación, a esa época en la que con las justas, alcanzaban de puntillas el tablero de la mesa del comedor. Me sentí cómoda, libre de estrés, sumergida en ese grato humo de cigarrillo que solo permitía el uso de pretéritos. Fue entonces que, con los huesos relajados y el cuello distendido, me animé a contarles una historia, un episodio inolvidable de mi infancia. En esos tiempos tenia ocho años y no todo giraba entorno al bar El Tiburón y a sus sangrientas cirugías callejeras. Estaba también El viejo enterrador de la comarca.


Recuerdo que el seño fruncido ya invadía entonces mi pequeña frentecita, evidenciando a mi corta edad, esta personalidad estresada con la que debo lidiar ahora. Debo confesar que El viejo enterrador de la comarca, aún me aterra pero a la vez agrada. En fin, sábado por la noche, jugaba sola como de costumbre, a mi hermana X. no le gustaban esas cosas, ella leía y dibujaba, yo como era una niña, decía X., debía jugar, la verdad es que me gustaba hacerlo. Yo la pequeña r. cargaba entonces con una livianísima mochila de ocho años. X. con una de once. Era sábado y las luces se apagaban -en Chimbote los apagones no eran producto del terrorismo, sino el resultado de una acostumbrada falla eléctrica. Toda la casa quedaba envuelta en la más absoluta oscuridad, yo buscaba de inmediato la mano de X.. Mi hermano, el mayor, aparecía, raudamente, en el cuarto, listo para protegernos y siempre con uno de sus cuchillos de campo en la mano. Mi madre, extrañamente, no estaba.


De pronto, en el fondo de la casa percibíamos el sonido de un andar cansado, lento, aproximándose de a pocos a donde estábamos. Sí, era él, mi padre: El viejo enterrador de la comarca. Este personaje llegaba, directamente, desde la imaginación de mi padre a contarnos una historia escalofriante, sin filtros ni ningún tipo de restricciones, crudeza y ficción descarnada. El viejo enterrador había bajado la llave general y estaba listo para empezar la función. No lográbamos ver nada. Mi cuerpecito temblaba, sujetaba atemorizada la mano de X., sudaba y no sé si eran taquicardias entonces, pero mi pecho revoloteaba desesperado. La voz ronca y extremadamente pausada del viejo enterrador, nos pedía que hiciéramos primero una ofrenda al muqui, al duende de las minas, para prevenir así alguna tragedia futura. Sacábamos caramelos, chocolates y demás golosinas, adiós a los provisiones infantiles. Yo estaba convencida de que al muqui no quería topármelo en persona y menos a oscuras. El viejo enterrador nos contaba la historia de aquel pobre hombre que quedó encerrado en un barco fantasma cuando la nave recién se construía, un hombre atrapado entre paredes de madera gruesa, que gritaba, se lamentaba, torturando noche tras noche a los tripulantes de la embarcación. También el episodio de aquel cementerio en Huambacho, ubicado a pocos minutos de la playa Tortugas, que por las noches liberaba una carga de energía de otro mundo, del mundo de los muertos, y que justo esa energía conseguía apoderarse y controlar los volantes de los conductores, que atravesaban la zona, provocando accidentes de lo más sangrientos, con el único objetivo de sumar una cruz a su extenso terreno.

Pero lo bueno comenzaba cuando El viejo enterrador de la comarca se levantaba de pronto, caminaba unos pasos hacia la cocina, regresaba arrastrando los pies hasta el cuarto, chorreando sangre –solo ahora descubrí que era salsa de tomates. Pero entonces parecía muy real. Gritaba, se quejaba, lloraba. Mi madre aparecía, de un momento a otro, en escena para desafiar al viejo enterrador y éste bastante mortificado terminaba ahorcándola y embadurnándola de sangre también. Yo recuerdo que lloraba, lloraba incontrolablemente, mientras el viejo enterrador, mi padre, nos perseguía para atraparnos y ahorcarnos. Lloraba desconsolada por mi madre, a quien veía tendida en el suelo, muerta y lloraba porque temía convertirme en una víctima más de ese aterrador personaje. La casa continuaba a oscuras. Conmovida, mi madre me abrazaba y el viejo enterrador se limpiaba el ketchup que tenía por toda la cara: R. somos nosotros, no llores más, es solo una historia. Recuerdo que eran noches de terror, de angustia, de un estrés en ciernes. No sé porque un silencio extraño ha invadido de pronto la comodidad de este encuentro. R. escucha, no es normal, esta lejos de serlo. Quizá sí explica mucho, esas taquicardias, esos miedos, deberías contárselo a un psicólogo. Preferí no hacerlo. Para mí esos días raros, extraños, poco convencionales, algo aterradores, freaks, taquicárdicos, siempre despiertan en mi lo mismo, un cariño desmedido por mi familia.

jueves, 10 de mayo de 2007

MI EDIFICIO (EPISODIO II)


La primera vez que entre a mi departamento, recuerdo que lo primero que me cautivo fue la vista. No es espectacular, está lejos de serlo, vivo frente a una avenida bastante congestionada y ruidosa, que no se cansa de toser monóxido sobre mi casa. Pero, en fin, como mi cuarto, estratégicamente, da al otro lado de la calle, decidí quedarme, seducida extrañamente por la vista ¿Qué me cautivo? Me atraparon cuatro jurásicas palmeras, vestidas, irremediablemente, de smog, que erguidas desde lo alto se esmeraban en alegrar la ventana, mi ventana. Querían compañía y la verdad, también yo. Estas viejas amigas de brazos largos y verduscos se mueven siempre con una suavidad tan deliciosa que, de alguna extraña forma, logran en mí lo imposible: masajear mis nervios. A veces me descubro mirando perpleja su vaivén por un espacio de 15 minutos y la taquicardia incluso se esfuma. Es raro, pero eso para alguien como yo es valiosísimo, más preciado de lo que imaginan.

En fin, solo quería contarles que estas amigas mías observan desde las alturas cada situación extraña de la cual yo R. soy la víctima y ellas las testigos. Mis palmeras, por ejemplo, fueron testigos de aquel polvo blanco esparcido por todo el departamento. Era tan blanco como la nieve, tan blanco como mi cara de asombro cuando al abrir la puerta de regreso del trabajo, una suerte de navidad anticipada y a 24 grados de temperatura, tomó por asalto mi casa. No busquen una explicación porque no la van a encontrar. Solo me conformo ahora con no volver a toparme con una ventisca tan aterradora como esa, no en mi casa, no en mi rincón. Todo cubierto de un polvo blanco, delgado, finísimo. Y lo peor de todo es que, de inmediato, un detalle horrendo salto a la vista: las ventanas de la casa estaban cerradas, semiclausuradas, no había en ese lugar una pizca de aire. Siguiente opción: pensar en el imposible ¿Qué sustancia parecida podría haberse caído y esparcido por el suelo con la ayuda de la tremenda vibración que solo un avión, en un recorrido inusitado, podría haber producido al volar muy cerca de mi casa? Respuesta: Ninguna. No había harina en los aparadores, el talco se había terminado, no compro azúcar en polvo hace meses, el exceso de químicos produce cáncer, y las drogas con esas características, aún no he intentado probarlas. Nada, no había explicación alguna. El cobertor de mi cama blanco, el suelo blanco, mi computadora blanca, mi estudio blanco, mi sala blanca, mi comedor blanco, mis zapatos blancos, mis manzanas blancas y créanme, puedo continuar hasta la medianoche.

Solo restaba limpiar, así que lavé todo, obsesivamente, para borrar esa aterradora imagen de mi casa. Acabé cansada con taquicardia y triste hasta la médula ¿Por qué ese lugar evocaba con insistencia el título de una película de Almodóvar? Era, sin exagerar, una mujer al borde de un ataque de nervios, pensé en escapar. Salir corriendo sin rumbo alguno, apartarme de los robos, los vecinos neuróticos, en bolas, de los que se fueron, de los que no volverán, de todo. En medio de esta crisis predecible llamé a Alma, una buena amiga del trabajo, que siempre soporta con estoicismo mi neurosis. Le conté todo lo ocurrido, hasta el más blanco detalle pero “Alma, la que siempre guarda la calma”, me dijo: R. exageras, relájate, tomate una cerveza y duerme un poco, tu casa esta un poco sucia, quizá hay polvo en exceso, pero mañana limpias y se acabó, eso es todo. Pero no lo fue. Mi edificio estaba ahora en las noticias. Sí, en la tele.

Arranque a reír hasta las lágrimas. Mi casa polvorienta no era lo llamativo sino mis vecinos, los que vivían al final del pasillo. Esa familia amable, un poco callada, que siempre me decía adiós antes de salir del trabajo, estaba en la pantalla, con esas mismas imperturbables caras. No lograba asimilarlo. Recordé de un momento a otro que Don Antonio me había dicho algo: R. esos del 306, son traficantes, veo niños, muchos niños que entran y salen. Pensé que estaba loco, no me culpen, vean primero al administrador de su edificio en pelotas, para que me entiendan. Pensé de golpe: Ese hombre, no sabe ya que hacer con tanto tiempo libre. Sin embargo, sí sabía: espiaba. Don Antonio podía estar gordo y mofletudo, pero conservaba en muy buena forma su olfato. Y lo demostró olisqueando tan bien a los vecinos, eran sin duda traficantes de niños y escondían en el departamento a tres chinos delgaduchos, que al parecer se encargaban de vender a los pequeños ¿Cómo miércoles entraban? No lo sé. Esta historia la recordé hoy cuando, al subir a un taxi, el conductor me dijo: Ahí vivían los chinos, los que traficaban chibolos ¿Usted los conocía? Sí y la familia era amable. Una vez más estoy agotada. Buscaré ahora sí una nueva casa y, mientras tanto, volveré a la ventana para rogar que el vaivén de las palmeras me devuelvan la calma. Necesito una tregua. Hasta mañana.

lunes, 7 de mayo de 2007

MI EDIFICIO (EPISODIO I)


Se supone que cuando te mudas por primera vez y vas en busca de la tan ansiada independencia, esperas, de alguna forma, poder encontrar un bulín donde tú y todas tus cacharpas puedan convivir en armonía y si es posible acogidos por un vecindario apacible. Yo R. soy de las que siempre se esmera en buscar un poco de calma y cuando digo que me esmero, no exagero, he procurado incansablemente en los últimos ocho años encontrar espacios pacíficos, sosegados, stress free, para ser más directa. He buceado en la páginas de los avisos económicos hasta destrozar mi vista, he recorrido obsesivamente calles, he preguntado, he sudado, he contratado corredores que sin piedad succionaron mis ahorros, lo hice todo, solo para encontrar un poco de paz. No siempre tuve éxito, pero debo confesar que, hace tres años, sentí con honestidad que me había aproximado a la meta. En ese instante, pensé que había hallado por fin mi lugar, mi morada, ese rincón casi perfecto que, involuntariamente, lograba arrancar de mi boca una frase tan trivial como: “Hogar dulce hogar”. Sin embargo, el adverbio “casi” revela con cierta sutileza, mi tremendo desacierto. Así es, fracasé, fallé, cometí un error y de los grandes.

Mi edificio, puedo decirlo sin rodeos, se ha convertido en un imán de episodios raros, de situaciones inesperadas, que comenzaron a atacar frontalmente mi sistema nervioso, una semana después, de que reventando de alegría cruce el umbral de mi departamento. Hoy, por supuesto, el epicentro de agresivos sístoles y diástoles. Creo incluso que mi taquicardia se agudizó desde entonces. Había pasado una semana, siete días, cuando de regreso del trabajo, un cajón, sí, un ataúd lustroso, obstaculizó de golpe mi paso. Mi cuerpo se eriza mientras narró ese instante, ahora mismo me siento como una suerte de catre hindú, mis pelos hacen las veces de clavos. Mi vecino, el señor que acababa de conocer hace pocos días, se despedía de mí a través de una aterradora y fría caja fúnebre. No pude dormir esa noche, tampoco las siguientes ¿Por qué yo? ¿Por qué mi rincón ideal se veía de pronto enlutado de esa forma? Éste fue solo el comienzo. Salí al poco tiempo en busca de nuevos vecinos y conocí a Don Antonio y a Martha, una mujer muy simpática, que vivía al otro lado de mi puerta, y que no podía ocultar a diario su extraña obsesión con la seguridad. Cierra la puerta corazón, asegura bien tu reja, esa chapa está muy débil, busca otra, guarda bien tus llaves, yo prefiero llevarlas en el pecho, me las muestra, Que horror! Han robado en el primer piso, continúa Martha, visiblemente, aterrada. Tanta locura terminó por perturbarme.

Desde entonces, decidí inspeccionar un poco el edificio, revisar los pasillos, detectar cada lugar por el que un ladrón podría escabullirse y robar mi casa. Las ventanas exteriores, las rejas, la entrada, el techo, los departamentos laterales, las ventanas interiores. Faltaba la ventana del descanso del segundo piso. Decidí observar entonces si desde ese ángulo podían espiar mi apacible hogar, concluí aliviada, que era imposible. Pero Don Antonio, el administrador del edificio, sí debía tener cuidado, yo R. podía verlo todo. Y lo comprobé cuando, en ese preciso momento, Don Antonio apareció en bolas, sí, calato en la ventana, cantando, y yo allí empinada mirándolo sin querer, transformada por las circunstancias en una voyeur de pésimo gusto. Lo peor de todo es que cuando me disponía asqueada a huir, Don Antonio me vio. Carajo! Corrí despavorida, tomé un taxi y me fui al trabajo. No podía creerlo, de seguro pensaba que era una enferma de lo peor y que disfrutaba espiando viejos en bolas. Dejé de mirarlo a los ojos por un buen tiempo. Nunca me dijo nada, pero ambos lo sabíamos ¿Le habrá contado a su esposa? Eso me tortura hasta ahora.

Debo confesar, sin embargo, que esta histeria mía, que me llevó a recorrer los caminos del ridículo, fue fundada. Hace un año robaron mi casa y como no podía ser de otra forma, fue de lo más extraño. No solo porque no forzaron la puerta para entrar, sino porque el felón solo se llevó mi equipo de música y mis discos, mis tesoros más preciados, con tristeza lo digo. Lo raro de este episodio fue que el asaltante se llevó mis zapatillas, los ocho pares de zapatillas que tenía ¿Qué más puedo pensar? Un ladrón fetichista. Prefirió mis zapatos a un televisor, pasadores a mis artefactos, suelas de goma a una cámara fotográfica, plantillas ortopédicas a dinero al cash. A estas alturas mi rincón ideal se había convertido ya en una sucursal de sobresaltos y taquicardias. Pero pensaba igual con optimismo que la situación mejoraría ¿Qué más podía pasar? Polvo blanco, eso resume la próxima historia, polvo blanco esparcido en el piso de mi casa, toda una fiesta al mejor estilo de Tony Montana. Voy en busca de un vaso de agua, estoy sudando, las ventanas siguen cerradas. Regreso pronto…




jueves, 3 de mayo de 2007

S.O.S: CHUPASANGRES Y VECINOS AL ATAQUE


El lunes último, mientras ojeaba como de costumbre Perú.21, me topé en la página 15, con una noticia espeluznante. De solo recordarlo, los pelos se me ponen de punta y la taquicardia regresa de forma agresiva, convirtiendo mi pecho, en una especie de bongo. Leo detenidamente: “ALARMA POR MURCIÉLAGOS”. El artículo continua: “…Presencia de estos animales en algunos parques de Miraflores preocupa a sus vecinos”. Así es, nos preocupa y mucho, quizá en exceso en mi caso, pero no puedo controlarlo, chupasangres merodean los cielos limeños y de seguro están dispuestos a escurrirse por la primera rendija que deje libre, no cabe duda.

Mientras trato de recobrar la calma y me esmero en disimular en el trabajo mi angustia extrema, mi celular suena: Es mi madre, ya leyó el diario. R. cierra las ventana por favor, has leído, murciélagos en Miraflores, recuerdas lo que paso la última vez…Si entra alguno te encierras en tu cuarto, llamas por teléfono y aguardas. Yo le respondí, apelando a la lógica de supervivencia más elemental: Madre, si me encierro ¿Cómo le abro la puerta entonces, a quien decida arriesgar su cuello para socorrerme?¿Cómo encaro sola al sediento chupasangre aleteando a sus anchas por la casa? A situaciones extremas, soluciones extremas: clausuro las ventanas hasta nuevo aviso. Ahora el calor me asfixia, el ventilador no ayuda y la taquicardia amenaza con desvelarme. Recuerdo otra frase que me tiene enferma: “…hay algunos casos de rabia reportados por mordeduras de murciélagos en la selva del país”. Mordeduras, rabia, mordeduras, rabia, taquicardia, rabia, mordeduras.

Mi temor a estos roedores alados no es exagerado, los he podido ver de cerca, muy cerca, tan cerca como a cinco centímetros de mi nariz y mi nariz es bastante pequeña. Júzguenlo ustedes mismos. Hace un año, me alistaba para ir a trabajar, seguía concentrada mi rutina de siempre. Apagar las luces, desconectar los enchufes, cerrar las ventanas – una alarma igual a la de Peru.21 ya me había alterado entonces- cuando de pronto unos murmullos inusuales me distrajeron ¿Qué podía estar pasando? Aunque suene extraño, opté por olvidarlos, craso error. Cogí mi bolso y cuando abrí la puerta, un murciélago horrible, enorme, con colmillos afilados y todo, se sujetaba con vehemencia de la reja de mi casa. Mi vecina no paraba de gritar mientras yo abría la puerta: …Un murciélago cierra, un murciélago, murciéeeeeeeelago. Carajo! Recordé de inmediato a ChristopherLee y a Béla Lugosi y a todas las películas de Drácula que los dos protagonizaron. Me cubrí el cuello, como si fuera Mina Murray, y busque desesperada mis llaves para cerrar la puerta. Recordé de nuevo a Javier, al azar y a las malditas fuerzas extrañas, que según él, se divertían llevando al límite mis temores y mis nervios de goma.

Un murciélago en mi reja, en mi reja un murciélago, un murciélago, me esforzaba para asimilarlo. Cuando al fin encontré las llaves, visualice en el fondo del pasillo el final de esta historia. El administrador del edificio, secundado por un grupo de ocho inquilinos, tan o más aterrados que yo, se acercaban sigilosamente con dos antorchas caseras encendidas hacia mi puerta. Hasta hoy me preguntó si no armaron esas antorchas con los mismos periódicos que anunciaban, por esos días, el retorno de los murciélagos. Les juro que ese día, ese grupo de desadaptados terminó por crisparme los nervios. Y hoy debo confesar que me asustan tanto los murciélagos como mis vecinos. El chupasangre huyó, finalmente, despavorido y mi casa, por suerte, sigue en pie. Un detalle más, por si no lo habían leído, existen tres especies de murciélagos que son hematófagas, es decir, que aman la sangre, su sangre y mi sangre. Hasta la próxima entrega. Esta noche, no podré pegar un ojo. El calor arrecia, mi taquicardia también.