jueves, 21 de junio de 2007

ARRIT...MIA EN LAS ALTURAS


Hace unos días tuve que viajar a Huancayo por trabajo y les confieso que pensé que era la oportunidad perfecta para respirar un poco de aire puro, olvidar las taquicardias y dejar en Lima esa mochila repleta de estrés que tiende a desparramarse un poco más cada dia. Montada en el bus, escuchando Born on a train de Arcade Fire cerré los ojos y esperé que el amanecer me obligara a respirar distinto. El paisaje es genial, conocí a unas tejedoras extraordinarias que lograron masajear mis nervios tan solo con oír el sonido suave y veloz de sus palitos de madera y el aire, el aire, un desastre. Cada segundo una inmensa bocanada de diesel se estrellaba en mi cara, recordándome que allí como en Lima, la contaminación y todo ese rollo del calentamiento global es como un complicado discurso articulado en mandarin que, por cierto, nadie está dispuesto a descifrar.

En fin, mis pulmones ya se acostumbraron a los ricos baños de smog, en todo caso pensé, consumirán una dosis reducida de monóxido de carbono, porque ya la altura me obligaba a luchar por cada inhalada. El trabajo lo acabé en un par de días y tuve que tomar de inmediato un bus de vuelta a Lima. Un vez más mis oídos volvieron a escuchar a Arcade Fire y Los Planetas y mientras fui lamentándome de mis días difíciles escuchando Prefiero Bollitos caí profundamente dormida. Tres de la mañana, Ticlio me despierta con violencia, mi cabeza zapatea de terror y mi nariz batalla por arrebatarle un poco de aire a la endemoniada altura, descubro entonces que el bus se ha detenido y que se mantendrá inmóvil durante las próximas veinte horas. Adiós al descanso, a los días libres de estrés, taquicardias a mi. Señores pasajeros debo informales que la huelga de mineros nos impide llegar a Lima, sírvanse permanecer sentados en sus asientos hasta que se reanude el tránsito.

No había agua, no había comida y los baños gritaban desesperados que no soportaban una vejiga más en su hediondo territorio. Seis de la mañana, decidí que si quería escapar del infierno debía empezar por detectar entre la multitud a otros estresados como yo. Pensé entonces que con solo asustarlos un poco, plantear el panorama adverso que nos esperaba, lograría identificar a los míos: Estresados del mundo, uníos. Puse en marcha mi plan y debo confesar que exagerar un poco a veces surte efecto. La situación es clara les dije, en unos minutos su amigo de al lado, sí, ese que roncó toda la noche perderá la vergüenza y, tras un cumplidor perdón, lo asfixiara con tremendo pedo; la gorda de al lado, probablemente, cuando usted tenga hambre, ya habrá arrasado con todas las galletas y papas fritas del bus y eso, si no las ha expulsado ya para ese rato, en el mismo lugar donde usted pretendía buscar un poco de privacidad para hablar con Fujimori y Chávez a la vez. Sí, se habrán sacado los zapatos, no lo dude, lo hicieron ya hace un buen rato; el niño de atrás ya habrá empezado a llorar para entonces; mientras su compañero de asiento, tras un perdón más, volverá a soltar un pedo o dos. En fin, ¿Quién se anima a cruzar el piquete, tomar un bus y llegar a casa?¿Quién quiere una ducha caliente, un baño limpio, un plato de comida y huir del insoportable olor a desinfectante? Cogí entonces mi bolso sintiéndome la Indiana Jones de la región central, guardé una pequeña botella de agua y con solo dos personas aterradas empecé a caminar.

Dijeron que era una hora, hace dos horas atrás. El frío me congelaba la médula, el monóxido me provocaba arcadas y el esfuerzo físico hacia temblar mis piernas. Cuatro horas de caminata después, voilá, el famoso piquete, ese que mantenía a una interminable cola de buses detenidos, apareció. No crucen, están tirando piedras a los que quieren pasar. La gente corría en contra. De pronto una llamarada inmensa en medio de la pista, me pregunté entonces si existía algún lugar en el que pudiera refugiarme de las malas rachas, de los locos, de los traficantes chinos, de los extraños polvos blancos, de los murciélagos y de los ladrones de zapatillas. Mi taquicardia se confundía con el coro infernal de cláxones ¿Era acaso esta travesía que había emprendido una epifanía de lo absurdo? Quería profundamente que no lo fuera y que esta empresa que había iniciado a pesar de mi estrés fuera el comienzo de un nuevo episodio, un episodio con un final feliz. Si naciste con nervios de goma, del cielo te llueven las piedras.

Tomada de las manos de mis dos valientes compañeros de travesía corrimos con los ojos cerrados bordeando el fuego, a merced de los furiosos mineros y dispuestos, sin quererlo, a romper el record mundial de los 100 metros planos. Alguien gritó desde los cerros: Pasaron tres, tiren las piedras. Sin aire, con la adrenalina revoloteando en ese mar picado de mis taquicardias, con las taquicardias compitiendo con un tremendo dolor de cabeza, bajamos un cerro empinado, arrastrándonos con la panzas mirando al sol, volteando para sortear las piedras y no convertirnos en la chuza de ese grupo de desesperados mineros. Dos resbalones y un calambre después estábamos a salvo por fin del piquete y de las rocas con nombre propio. Quedaba entonces, media hora más de caminata, sin agua, claro, y con las rodillas enfrentándose una contra otra por el temblor inevitable de mis piernas. Por fin un destartalado camión se detuvo y decidió ceder el espacio libre que su ganado dejó, a un grupo de polizontes sedientos, con pelo color tierra y con ojos desesperados. Tres horas más tarde, por fin Lima, con su entrañable panza de burro y el incomparable smog, mi smog. Las ronchas y las magulladuras se esfumaron, el dolor de cabeza también, las taquicardias se agotaron de danzar, pero la sensación de vivir en un Perú dividido, aunque lo vea a diario, nunca deja de echar por los suelos mi ánimo. Últimamente, las piedras comienzan a robarle el papel protagónico a la lluvia.

miércoles, 6 de junio de 2007

COSA DE LOCOS (Segunda Parte)


Con la calma de vuelta en mi cuerpo y con las taquicardias contenidas, gracias a las páginas del "Elogio de la locura" de Erasmo de Rótterdam, he tomado aire para continuar con la demencial lista de personajes, todos ellos responsables de estos ataques inusitados de nervios, que cada vez son más frecuentes. De regreso a mi infancia, ahí estaba yo R., con el uniforme plomo interminable, larguísimo, cubriendo mis rodillas, pantorrillas y amenazando con envolver incluso mis tobillos, esa era una regla de oro para las monjas mercedarias, del colegio en el que estudiaba en Chimbote. Comienzo a pensar ahora, si debería incluir a ese grupo de pingüinos conservadores y cucufatos en la lista de los desequilibrados de mi vida ¿Acaso la madre Inmaculada ocuparía el primer lugar? En fin, como de costumbre llegaba del colegio muerta de hambre, con la lonchera azul vacía, ojo era inmensa y podía cargarla con mucho esfuerzo, y lista para arrasar con mi almuerzo y, por supuesto, el de mi hermana.

Bajaba con X. de la movilidad, sin taquicardias a la vista, cuando de pronto apareció un hombre totalmente desnudo, sí, en bolas, eran bolas de barro, estaba tan sucio El loco Calato que solo con una aguda y detenida observación podía visualizar sus ojos. Este desquilibrado sujeto venía caminando hacia estas dos pequeñas colegialas, asustadas a morir, hambrientas, asombradas con tan grotesca desnudez. Lo siguiente que recuerdo es a mi madre viendo aterrada esta espantosa escena, desde el tercer piso de la casa, y saliendo por la ventana con la carabina de mi hermano, rastrillada, apuntando sin temblar al Loco Calato, que pretendía quizá que ignoráramos su minimalista vestimenta, que pensáramos que sus medias con huecos eran suficientes para cubrir su anatomía y pedirnos, sin vergüenza alguna, que le diéramos un pan o con suerte dos. Mi madre solo atinó en ese instante a dar tiros al aire, tiros sin rumbo, a gritar: Oiga, no se acerqué, aléjese, chicas corran, pum, pum…No eran disparos mortíferos sino dolorosos, ráfagas de perdigones que se podían incrustar en la piel como aguijones y causar un dolor tremendo, atroz. Ese día perdí el apetito y no dejé de pensar en la posibilidad de que podría volver a topármelo. Y ese es mi recuerdo del Loco Calato, quien por cierto huyó despavorido de mi vida, con los pellejos al aire y dejando, por supuesto, una marca imborrable en mi memoria, una marca más en mi lista de episodios inquietantes, diría taquicárdicos.

Pero al parecer el destino había decidido reír un poco más sin mí y someter mis nervios de goma a otros dos sucesos delirantes. Así apareció en Lima un mal día, El loco Vuela-Vuela, un orate ingenioso que pretendía ser un avión de carne, hueso y pelos. Probablemente, el combustible era su sangre, las alas sus brazos, la energía su paso ligero y el sonido de despegue un grito ensordecedor, que estaba lejos de asemejarse al ruido de un avión:…lalalalalalalala…Sí, todos los días, durante tres años de mi vida, el Loco Vuela-Vuela se encargó de cortarme el sueño a las seis de la mañana, para despegar hacia su propio mundo, un mundo que nunca pude entender y menos visitar. Debo decir, sin embargo, que las cosas no marchaban mal con este desquiciado sujeto, obsesionado con el cielo y las alturas, bastaba con dejar la pista libre o, mejor dicho, la vereda libre cada mañana y dejarlo levantar vuelo, con total libertad, tomar velocidad, desplegar sus extremidades y volar, sí, volar, hacia donde solo él podía llegar. La clave estaba entonces en respetar su extraña rutina. La verdad que este loco alado parecía ser feliz y debo decir que a veces, esa alegría suya era del todo envidiable.

Con el paso del tiempo, aprendí a vivir con él, con el sonido de las suelas de sus zapatillas estrellándose contra el pavimento, con sus brazos largos cortando el viento y con ese repetitivo, lalalalalalala…arrullándome, había dejado de ser ya una tortura auditiva. Todo marchaba bien, como contaba, hasta una mañana en la que salí de casa bastante apurada, corriendo para no llegar tarde al colegio y por error, tremendo error, interferí uno de sus matutinos despegues. Recuerdo al Loco Vuela-Vuela venir corriendo sobre mí, a toda velocidad, con esas turbinas imaginarias de piel y sangre desafiando al viento y toda esa furia desbordada por haber interrumpido uno de sus ascensos ¿Quién era yo para anclarlo a tierra? ¿Quién era yo para traerlo de vuelta a esta imperfecta realidad? Me siguió una, dos cuadras, con aquel lalalalalala…retumbando mis oídos, pateando con violencia mis tímpanos, castigando mi falta de tacto. Ese era su aeropuerto, extraño o no, era suyo, y yo me había convertido de pronto en una suerte de polizonte en esa realidad alterna, en esa dimensión paralela que la verdad no lograba comprender.

Crucé la vereda avergonzada, asustada, con mis trece años a cuestas y con el pecho estallando con más intensidad que la turbina de un avión, corrí a casa sin importar las clases que perdía, espantada, para intentar calmar como fuera esas primerizas taquicardias mías. Disculpen, debo ahora respirar hondo por un instante, observar el suave movimiento de las palmeras, tomar un vaso de agua antes de continuar. Evocar algunas historias es a veces como volver a meter los pies en los viejos zapatos de entonces y créanme que en mi caso, no siempre es del todo agradable. Al fin pasó, ahora un loco más, El Loco Palma. Este personaje esquizofrénico es bisnieto del escritor Ricardo Palma, vive desconectado del mundo, deambulando por las calles de Lima y, cuando lo pude conocer, jalaba del cuello a un perro famélico, su único amigo, quizá porque no tenía voz para decir lo contrario, energías para abandonarlo y menos ladridos que pudieran ahuyentar de un mordisco a su alocado amo. El loco Palma estaba convencido que desde la gélida celda de la Base Naval del Callao, Vladimiro Montesinos, el ex asesor presidencial, lo escuchaba, lo espiaba y le mandaba mensajes amenazantes, entonces narraba aterrado: Dice que me van a matar, que a ti también te quieren matar, cuídate, están por todas partes.

viernes, 1 de junio de 2007

COSA DE LOCOS (PRIMERA PARTE)


Mi vida ha estado marcada de alguna extraña forma por los locos, sí, por los locos de atar. En una pared de mi casa guardo incluso de recuerdo un cuadro, que uno de estos sujetos desquiciados en un ataque de cordura y afecto me regaló, hablo del retrato de una mujer sin cabeza sin piernas y sin brazos que me dio el “El loco Palma”. Por alguna razón, al margen de los prejuicios, ha sido muy sencillo etiquetar a los locos de mi vida, por sus marcadas obsesiones con algún tema mundano. El trasfondo de esta historia es que estos sujetos desgarbados, vestidos de harapos y con los ojos pegados en una realidad paralela, distante, incomprensible, me asustan mucho y creo haber descubierto por qué o, mejor dicho, por quién: El loco Chupitos. Sí, este desequilibrado hombre, necesariamente, me obliga a remontarme al pasado, a mi infancia en Chimbote, a las calles peligrosas de este puerto del norte, que siempre termina despertando en mí sentimientos encontrados.

El loco chupitos formaba parte de la extraña fauna de Chimbote que rondaba las calles del centro de la ciudad. Y ahora que lo pienso, nunca logré descubrir cuál era su nombre, pero créanme que tampoco lo lamento. Lo que viene a mi memoria es la imagen de un personaje delgaducho, de unos veintipico años de edad, con la cara repleta de granos. Una imagen espantosa, horrenda, pero a ratos conmovedora ¿Un hombre loco y con granos podía conmover a alguien? La verdad es que sí, un poco. Ahora sé que en el fondo era un sujeto desamorado, con una anatomía monstruosa, que contradictoriamente no había renunciado al amor y que estaba convencido que si su físico hacia huir a las mujeres, la fuerza bruta y su desequilibrio mental las traerían de vuelta. Pero en fin, yo tendría 9 ó 10 años y el recuerdo que tengo de El loco Chupitos, es el de este personaje de una fealdad extrema, que tenía la aterradora costumbre de perseguir a las mujeres, sin importar su edad, levantarlas en peso y agarrarlas a besos por la fuerza, con todo lo que significaba ser besuqueada por un sujeto, que pedía a gritos un tratamiento intenso con un dermatólogo o al menos, un peeling.

Debo confesar que me salvé de las mañas amatorias de este solitario personaje, gracias a Dios, sí, gracias a que encontré abiertas de par en par las puertas de la iglesia San Carlos y a un corpulento fiel que estaba convencido que al prójimo no se le podía amar por la fuerza. El loco chupitos me persiguió por la plaza de armas de Chimbote, y ahora con alivio puedo decir que me salvé de palpar el abrupto terreno que cubría aquel rostro infame. Ese día recuerdo que lo vi sentado en una banca, solo, mirando el cielo, aturdido seguro por el olor intenso a pescado y perdido en medio del humo naranja de la siderúrgica, humo artificial que fungía de atardecer, quizá pensando en el amor que nunca tuvo y al que no estaba dispuesto a renunciar ni loco. Ese día no pude evitar contemplarlo, había escuchado tantas historias sobre él, lo había visto cargando algunas chicas y sometiéndolas a su recurrente tortura cutánea, que quería ver si lo volvía a hacer.

De pronto, su mirada extraviada encontró la de una niña asustadiza de diez años y de golpe se puso de pie y, quizá intimidado por mi escudriñadora observación, decidió seguirme y pegarme el susto de mi vida. Corrí, corrí como no lo había hecho en mis escasos diez años de vida y corrí para salvarme de esa pesadilla dérmica. Por suerte y, textualmente, gracias a Dios, encontré abiertas las puertas de la iglesia ¡Aleluya! Ese trago amargo no pude pasarlo tan fácil y lo he comprobado ahora, cuando siento la cercanía de un loco o cuando, por una necesidad laboral, tengo que pisar el Larco Herrera. Entonces, para conservar la calma y bajar el ritmo acelerado de mis taquicardias, solo me ayuda el evocar en ese instante la ecuanimidad del discurso de la locura, en el libro de Erasmo de Rótterdam: “…hay otra locura muy distinta que procede de mí, y que por todos es apetecida con la mayor ansiedad. Manifiéstase ordinariamente por cierto alegre extravío de la razón, que a un mismo tiempo libra al alma de angustiosos cuidados y la sumerge en un mar de delicias…”.