martes, 31 de julio de 2007

ME DECLARO CULPABLE



Hoy, algo influenciada por la blanquirroja batiéndose a golpes contra el viento en cada esquina de la ciudad, se me ocurrió de pronto que yo R. también necesitaba mi propia declaración de independencia y por qué no, gritarla, expulsarla a punta de alaridos de mi cuerpo, agrietar con un DO sostenido las cuatro paredes que me rodean y abolir, por lo menos por un día, las taquicardias, los nervios, las angustias y demás torturas que atacan a menudo mi cuerpo, mi torrente sanguíneo, mi cabeza:

“Yo, R., me declaro libre e independiente del estrés, libre de todos mis tormentos”, y esto, a riesgo de perder cierta dosis de ternura que solo una persona, ¡increíblemente!, percibe en mi exagerada existencia.

Comencé entonces por crear un ambiente distinto y empezar con detalles triviales como prender un incienso, una velita misionera a falta de velas olorosas y colocar un disco de Cat Power. Inundada ya mi cabeza con la música del disco YOU ARE FREE decidí entonces, inundar también mi cuerpo con agua, darme uno de esos baños reconfortantes, sobretodo relajantes, y deshacerme por un día de estas infames taquicardias. Llené la tina, eche un poco de sales de baño, espumas aromáticas a discreción y solté en ella una de esas bombas efervescentes antiestrés que tienen la particularidad de masajear a carcajadas cada centímetro de mi cuerpo. Respiré entonces profundo, sumergí mi cabeza en el agua, hasta el último de mis rebeldes rulos, y convencida de que nada podría arruinar este momento, ni siquiera mi amiga de crin ploma, esa que me reta en las escaleras del edificio, cerré los ojos y remojé todo mi desordenado archivador cerebral: Ahhhhhhhhhh!!!

Recordé de pronto una frase que hace unos días pasó por mi cabeza y que aún no logro sacármela: ¿Acaso la vida se confunde a veces con el olor de los cementerios? Sí, esta frase revoloteaba incontrolable en mi cerebro hace más de un año, una etapa oscura de mi vida, en la que comprobé el temor que puede infundir la posibilidad de despertar una mañana sintiendo que estás muerto en vida, que hueles a polvillo óseo. Hablo de no encontrar ni una pizca de lo que fuiste en el espejo y asustarte al ver frente a tus ojos a un completo extraño. Hoy, felizmente, y a pesar de mis taquicardias y nervios de goma, debo confesar con una inmensa sonrisa triangular y equilátera, que por suerte sigo reconociéndome en el espejo y que, por alguna razón, el reflejo no luce nada mal.

En fin, mientras estas ideas seguían zambulléndose conmigo, me descubrí de pronto sonriendo; recordaba lo mucho que disfruté bailando un poco de salsa hace unos días, vi a mis fieles all-star acariciando sin ritmo el suelo pero jugando a la vez con él. Pensé entonces en una frase de Sabina que me gusta mucho: "Bailar es soñar con los pies". Gracias a estas palabras, logré mantener bajo el agua mi gran sonrisa y también olvidar la crueldad de haber sido descartada en la pista de baile, por cargar con dos pies izquierdos. Me basta saber que ese día mis pies soñaron y mi cabeza también.

De pronto un ruido me regresó a la superficie de la bañera, un sonido algo extraño que no logré distinguir me despertó, pero preferí no darle rienda suelta a las taquicardias, no alertarlas por lo menos hasta que llegue a su fin este día, este único día, en el que celebraba MI declaración de independencia.

Volví a sumergirme. Mi caja toráxica ha vuelto a retumbar de nuevo asesinando con crueldad la voz de Cat Power. Lo único que hice esta vez fue pensar en el color púrpura o, mejor dicho, en una novedosa presencia púrpura, que podría llamar a la puerta con un atado de albahaca escondido en la espalda o quizá con un dulce de moras, solo porque el morado es su color favorito. Pero, a riesgo de arruinar este cautivador escenario imaginado en campos repletos de uvas, debo confesar que esta declaración de independencia muy mía y muy a mi estilo, es en el fondo una carta abierta y, sí, también liberadora, que pretende, sobretodo, gritar sin restricciones, sin censuras, lo mucho que valoro hoy mi espacio, estas bocanadas de aire que son solo mías, este rincón con taquicardias, murciélagos, ratas, vecinos locos y viejos enterradores de la comarca; este pequeño espacio que me ha costado reconstruir y que ahora protejo con vehemencia, para evitar exponerlo a los demonios ajenos. Sí, quizá sea temor, miedo, en todo caso, me declaro culpable.

El agua se ha enfriado ya.

Abandoné la tina y todas esas gollerías acuáticas para refugiarme en una bata y descansar. Cuando fui en busca de una toalla extra descubrí que el azar había estado acechándome todo este tiempo, quizá por una rendija, quizá por el agujero de la cerradura, para sorprenderme una vez más con uno de sus infames escenarios. En el umbral de la habitación donde guardo las toallas, descubrí de pronto mi reflejo en el piso, me vi en un gran espejo de agua que, extrañamente, olía a sales aromáticas, por alguna extraña razón y por alguna rara conexión en las cañerías, el cuarto estaba inundado y una extensión repleta de enchufes y rebosante de energía descansaba sobre el agua. Retrocedí de inmediato sorteando esa trampa mortal y para evitar los calambres eléctricos, bajé la llave general y, con mi pijama a cuadros remangada, sequé todo el piso a oscuras ¿Acaso es necesario decirles que, a esas alturas, la declaración de independencia, libre de estrés, se había ido ya a la mierda? No lo creo. Hasta mañana, esta noche contaré ovejas moradas, adiós.
*Imagen: Psicosis - Alfred Hitchcock

sábado, 14 de julio de 2007

LA RATA


Bigotes largos y delgados, como agujas, ubicados simétricamente a ambos lados de esa temible cara; crin ploma, tupida, color smog, horrenda, húmeda por la llovizna insoportable de aquella noche rata; ojos negros con un destello amedrentador como dos pelotas de vidrio observándome poderosos, desde uno de los peldaños de mi escalera. Hola! Vengo desde las entrañas del azar para resucitar esas vehementes taquicardias, ese atolondrado ritmo cardíaco tuyo, que hará que este encuentro sea del todo inolvidable. Todo eso me dijeron los ojos de esa horrenda rata gorda y gelatinosa mientras aguardaba paciente a que subiera.

Venía de un bar, de tomar unas cervezas con unos amigos, de dejar en el piso de ese lugar, toda la carga de estrés que había acumulado a lo largo del día. Créanme mis niveles de angustia pueden ser, realmente, considerables. Quería dormir, acomodarme como lo hace un feto en la panza de su madre y levantarme, al día siguiente, sin esas taquicardias alertándome una y otra vez que algo malo estaba por pasar. Cruce el pasillo acelerando el paso para huir de esa lluvia pusilánime y guarecerme del frío, cuando de pronto ella, sí, con ese pelo color asfalto, se interpuso con osadía en mi camino, evidenciando su poder sobre el mío. Esa rata se había comido, probablemente, todo el langoy del chifa de la esquina, el langoy de toda la semana, no había dejado ración alguna a los hurgadores de desperdicios; en un acto de egoísmo animal, esa rata enemiga se había engullido todo. Ahora movía su cola rosada, imperturbable, como un gusano de tierra, y yo R. algo adormecida por las cervezas y algo acostumbrada a las malas rachas decidí, con una valentía que más parecía prestada, no correr.

Olvidé que mi enemiga podía saltar, atacar, morder, someterme a un tratamiento gratuito de acupuntura del todo doloroso, en medio de mi pancita feliz. Rabia, agujas, sí, rabia, pinchazos, aguijones, gritos y taquicardias. Empecé a saltar, salté tan alto como pude, zapatee, pretendí asustarla, pero lo que conseguí entonces fue que el inmundo animal me retara a competir en las escaleras, mis escaleras. ¿Quién va más rápido querida R.? Me adelantó un piso. Arrastró todo ese cuerpo gelatinoso y repleto de chaufa por las escaleras. Su versatilidad era increíble, subía saltando los peldaños, uno tras otro, agitando contra la llovizna esa pegajosa cola rosada y yo mientras tanto, procuraba guardar distancia. Era horrenda, groseramente obesa, inmensa. Subió el primer piso, el segundo, el tercero, quería que llegara al cuarto nivel, solo así me dejaría abandonar la competencia en el tercer piso y escabullirme para encerrarme en mi casa. Primer piso, segundo, tercero y de pronto, mi enemiga se cansó. Volteó simulando estar agotada, podría jurar que me mostró una sonrisa de medio lado y allí, en medio del pasillo que conduce a mi casa, se detuvo y me retó.

Sí, quizás, el mejor ambiental para ese momento hubiera sido esa vieja tonada del maestro Morricone en Lo bueno, lo malo y lo feo, pero tuvimos que conformarnos, inevitablemente, con el desesperado sonido de mi corazón tratando de huir de mi caja toráxica. Mi peluda oponente de dientes afilados estaba desarmada, pedía lucha de cuerpo a cuerpo. Solo atiné a saltar de nuevo, brincar alto, altísimo, improvisé un acelerado paso de huayno, con un toque de tap tembloroso, de zapateo torpe, de rodillas castañeando, para probar si la vibración y mi cara de susto la hacían huir. Entonces, me dio la espalda, agitó su cola rosa, soltó unas gotas de llovizna adheridas a su cuerpo y emprendió la retirada, sí, hacia el cuarto piso. Corrí hacia mi puerta, no podía encajar la llave en la cerradura, mis manos temblaban, volteaba para ver si se asomaba, si regresaba, tiré la puerta. Preparé entonces mi trinchera. Cogí periódicos y tapé las rendijas de cada una de las puertas que dan al pasillo, puse un poco de masking tape, una roseada de baygon -en caso me estuviera enfrentando a una rata con complejo de cucaracha- y vigilé el pasillo, por el ojo de buey, por espacio de veinte minutos, para resistir al ataque. Con una escoba en la mano y un martillo en la otra espere lista a mi enemiga. La rata, sin embargo, no volvió ese día ni los siguientes, ya había logrado su objetivo, sembrar el terror en mi casa. Le bastó con aplicar el viejo truco del miedo, al mejor estilo de su amigo rata-Bush. Ahora antes acostarme, apago la terma, bajo la llave del gas y antes de bajar el telón, cumplo con mi segunda rutina; relleno con papel las rendijas de las puertas, aplico una banda de masking tape, un toque de baygon por si tiene complejos y apago la luz ¿Alguien se pregunta a estas alturas quién ganó la batalla? Yo no. Mejor voy más periódicos ¡Hasta Mañana!


* La rata: Cortesía de Sphinx Productions – Ed “Big Daddy” Roth

domingo, 1 de julio de 2007

CASI MUERTA Y NO DE RISA


Odio a los payasos, los he odiado siempre y los he odiado tanto, que creo que nunca podré superar esta sensación de terror y escalofríos que, ineludiblemente, experimento cada vez que me topo con estos sujetos guarecidos tras kilos de pintura circense. No veo sus caras, no sé quienes son, ignoró quien se esconde tras esos trapos multicolores que en lugar de arrancarme carcajadas, me hacen perder de golpe el color y solo atinar a buscar un escondite. No es una exageración. Si veo un payaso por la calle, cruzo la pista; si los veo reír, solo vislumbro un brillo macabro en sus ojos y mi cuerpo se paraliza; si me persiguen huyo sin razonar hacia donde voy, sin considerar el peligro, sin importar si arriesgo mi vida. Recuerdo hasta hoy la primera vez que huí de uno de esos cobardes sujetos, de esos que pretenden esconder sus rostros tras pigmentos sintéticos, un poco de grasa animal y lanolina. Sí, de uno que intentó divertirme cuando aún tenía 7 años y lo único que consiguió fue despertar, a mi corta edad, un odio tremendo hacia él y hacia todos los de su especie.

Era el verano de 1983, yo R. corría con los rulos revueltos por un jardín inmenso, arrugando mi pequeño vestidito, y sobretodo tratando de no ser la primera descalificada en el juego de las chapadas. Estaba en la fiestecita de una amiga, la casa era inmensa, la piscina era gigante, azul, conejos corrían por el jardín, un venado atado a un árbol comía y un sol espectacular bañaba con suavidad esas decenas de caritas con barro. Aún recuerdo que no podía abandonar el carrito de helados, estaba estacionado en medio del jardín y dispuesto para que pequeños monstruos como yo, lo tomáramos por asalto y le diéramos rienda suelta a nuestra pueril gula. Embarrada en chocolate, escuche de pronto el sonido estruendoso de un silbato y apareció él, embadurnado en pintura blanca y roja, con lágrimas falsas dibujadas en las mejillas y ese holgado traje de bolas, que se ceñía a su regordete cuerpo por el viento de la tarde. Llamaba a todos los niños, pedía con esa sonrisa comprada que lo rodeáramos y nos invitaba a sentarnos en círculo para empezar la función. Hizo un poco de magia, saco pañuelos, soltó chistes incomprensibles, encogió y relajó su rostro en una suerte de danza aterradora, tiró chocolates y pidió que algunos de los niños se ofrecieran como voluntarios para un truco, llamó a cinco.

El reloj avanzaba y ninguno de los bajitos de esa fiesta se animó a abandonar su sitio y jugar con ese grandísimo payaso. Entonces no tuvo mejor idea que elegir a sus pequeñas víctimas, una a una, yo R. fui una de las elegidas y solo recuerdo a ese sujeto aproximándose en cámara lenta hacia mí, soltando risotadas al viento, estirando su mano para jalarme hacia el centro de ese círculo de horror. Me puse de pie, mis ojos querían huir de mi cara, empecé a transpirar y solo atiné a correr. Corrí por todo ese césped, con las lágrimas removiendo el barro impregnado en mi cara, decidida a perderlo de vista; pero el enfermo sujeto bañado en pintura, no tuvo mejor idea que perseguirme para traerme de vuelta. Corrí tan rápido como pude, sin pensar hacía donde escapar, sin razonar que debí buscar la mano de mi madre, solo corrí. Llegué hasta el borde de la piscina y divisé a mi enemigo a pocos metros de mi escondite sin salida. Solo atiné entonces a saltar hacia el azul, sin pensar que no tenía idea de cómo lograría volver a la superficie, me hundí, mis pies tocaron fondo y desde ahí aún seguía viendo el rostro distorsionado de ese primer payaso que quiso, ahora estoy segura, matarme del susto. El aire comenzó a esfumarse, había tragado ya litros de agua, el payaso ese felizmente no brincó a la piscina ¡Que cobarde! Mi hermano que había visto toda la escena, fue quien me salvó y me trajo de vuelta al mundo. Tiritando incontrolablemente de frío, con el corazón palpitando a mil por el susto, con mi pequeña caja toráxica retumbando cual orquesta, por el terror que me inspiraba la cara disfrazada de ese personaje, que no dejaba de mirarme impresionado; abandonamos esa casita del terror y no volvimos más.

Les queda ahora alguna duda de ¿Por qué odio a los payasos? A mí no. Los quiero a varios kilómetros de mí, perdonen los aludidos, y si alguno de ellos pretende acercarse, solo pido y espero que lo hagan con las caras bien lavadas y de luto, si es posible.


*Pintura de E. Autumn Daniels