domingo, 21 de septiembre de 2008

El suave scratch de mi padre



Este es un paréntesis, una nota aparte, sí, eso es, este post es en esencia notas. Las notas que han marcado mi infancia, la de de mis hermanos y la vida de mi madre. Este post se lo dedico por eso a mi padre, a Paco, al Viejo enterrador de la comarca, uno de los más grandes melómanos que he conocido en mi vida, el responsable de esta afición inconmensurable que mi familia y yo tenemos por la música. Paco, mi papá, siempre tuvo un gusto exquisito por la música, un gusto clásico, exigente, una fascinación por los grandes compositores.


Recuerdo haber despertado cada domingo de mi infancia oyendo el sonido inolvidable de los discos de vinilo de mi padre. Ese scratch que nos ponía los pelos de punta. Recuerdo a papá y mamá sentados en la sala de la casa flotando con las melodías de Bizet, Wagner, Chopin, Grieg, Orff, Beethoven, Smetana, entre muchos, muchísimos otros.


Recuerdo a papá contándonos cada una de las historias detrás de cada una de las piezas que nuestros jóvenes oídos aprehendían.


Si tuviera que hacer una elección de las composiciones más significativas de mi padre y, por lo tanto, de mi vida, quizás empezaría por la opera Carmen de Bizet. Mamá traducía la letra y papá batía las manos contra el viento al ritmo de cada uno de los instrumentos. Papá silbaba, nosotros vibrábamos. Para entenderlo les diría que escuchen "La Habanera", un extracto hermoso de la opera Carmen. y que mejor manera de disfrutarlo que viendo este fragmento de la película Carmen dirigida por el español Carlos Saura.




Tendrian que continuar ahora, por supuesto, con "Catulli Carmina", pieza importante de la impresionante trilogía de Carl Orff. Aún me pregunto como esas notas tan intensas y, por momento, violentas podían parecernos entonces maravillosas. Cuando oigan este fragmento lo comprenderán.




Pero también estuvo la música que Edvard Grieg compuso para una de las novelas del noruego Ibsen, me refiero a "Peer Gynt". Una de las favoritas de mi padre, una de mis favoritas sin duda. Les dejo "In the hall of the Mountain King".




Es imprescindible incluir en este breve viaje por los sonidos de la vida de mi padre a Wagner y "La cabalgata de las Valkirias", esa cabalgata que Coppola capturó para su impresionante "Apocalipsis Now". Quien puede olvidar este escena.




Por supuesto que también está Debussy y su "Claro de Luna"...




Y Mendelssohn, ese compositor que hoy papá no deja de oír en su discman mientras se recupera de esta horrenda enfermedad que nos mata a quienes tanto lo adoramos de a pocos.




La lista es sin duda interminable, pero este es tan solo un pequeño regalo para ustedes de Paco, mi padre, el Viejo enterrador de la comarca.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Sueños tanáticos


Esta ha sido una semana extraña. Al margen de que cada cierto tiempo, como el común de los mortales, pienso en la muerte, debo confesar que esta semana tánatos y su pulsión por la parca me convirtieron en una de sus víctimas. He vivido estos días con el pleno convencimiento de que algo terrible estaba a punto ocurrir.

Ahora, quizás se pregunten, ¿Por qué esa obsesión con la muerte? No tengo una repuesta convincente en realidad. Pero todo comenzó esta semana cuando detecté ciertas señales que el azar insistía en mandarme. Iba a viajar a la selva por cosas del trabajo y una bronquitis repentina me regresó a la cama. Entonces D., un amigo del trabajo, se ofreció a ayudarme: el viajaría a la jungla en mi lugar.

Al día siguiente, la llamada de D. confirmó mis sospechas. Algo tenía que salir mal. Y acá viene la segunda señal. El auto en el que viajaba D. atropelló a un hombre en el camino, a un sujeto que apareció de la nada, en medio de la carretera. D. claro tuvo que volver.

Bronquitis, accidente, que venía después: una llamada de mi jefe.

-R. ¿Y estás bien?
-Sí, estoy mejor
-Bueno, entonces pide una camioneta y viaja a la selva. Es importante.

Sí, debía viajar a Tingo María, tenía que hacerlo, y debo confesar que a estas alturas no cabía duda que el azar me estaba gritando al oído que no viaje, que ni muerta. Mi lado responsable, ese que odio tantas veces, me impulsó a ignorar las señales, a deshacerme de las supersticiones y a sacar un poco de valor de donde sea para partir hacia lo desconocido. No debo ser cobarde, no soy cobarde, repetía una y otra vez este mantra en mi cabeza, no soy cobarde, no lo soy, no quiero viajar.

Vienieron entonces diez largas, larguísimas horas de viaje. Mi cabeza ardía en pensamientos negativos, solo pensaba que un camión invadiría de pronto nuestro carril, que el vacío de los abismos terminaría por devorarnos, que el mal tiempo le jugaría una mala pasada a las llantas, que de buena cara nada. Contaminé en el camino mi cuerpo con una jugosa dosis de adrenalina, el auto patinó, la lluvia y el granizo complicaron la visibilidad, me persigne cada 10 kilómetros, me asusté cada cinco, nos chocamos levemente contra uno de los arcos de contención del camino, sobrevivimos al trayecto. Y, olvidaba un detalle relevante que contribuyó con creces a crear este clima insoportable: la policía. En cada peaje advertían que debíamos tener cuidado con los asaltos y los terrucos. El cocktail era mortífero.

El regreso, el regreso fue igual. Lluvia, granizo, un camión que esta vez sí invadió nuestro carril, la camioneta se dañó, la repararon, pero, finalmente, llegué a salvo a casa. Pensé entonces que al fin iba a poder descontaminar mi cabeza del estrés y de los malos pensamientos. No fue así, claro, nunca es así.

Tuve que viajar de nuevo a los dos días, esta vez en avión, y horas antes de volar solo podía visualizar la estrepitosa caída de la nave. Era inevitable, me había salvado de un viaje por tierra, pero este, si seria el final. Mi insistencia terminaría por arrancarme la vida.

Durante el vuelo pensaba en mi familia, en el dolor, en todo lo que me hubiera gustado hacer, decir, en lo mucho que suelo atormentarme con el futuro, con el tiempo, con las horas, los minutos, con el final. Esta semana, por eso, y muchas cosas más, ha sido extraña, rara, sobretodo, porque he caído en la cuenta que no puedo despejar, ahuyentar de mi cabeza estos sueños tanáticos.

¿Les ha pasado lo mismo?¿Sienten que a veces viven al límite?

Se me ocurre escuchar ahora Sweet dreams de Anniel Lennox.




sábado, 6 de septiembre de 2008

Mi problema con las hormigas




Una termita acaba de aterrizar en mi hombro. Acabo de tirar el Mouse al suelo, he pegado un brinco que podría clasificar para las olimpiadas y ahora con los lentes puestos, trato de detectar en que viga de madera, estos bichos gigantes le dan rienda suelta a la gula.

M. se ríe, dice que estoy loca, es una compañera del trabajo que se toma las cosas con calma. Le digo que estoy segura que desde allá arriba, desde el techo, las visitantes nos observan. Vuelvo a mi máquina. Y otra paracaidista vuelve a caer, como si hubiera estado esperando mi regreso. Aterriza en mi escritorio, considero que es demasiado, claro, y salgo corriendo a la puerta y me topo con mi jefe.


-¿Qué pasa R.?, sonríe al ver mi cara.

-Jefe hay termitas, termitas comiéndose el techo de la oficina, no puedo trabajar acá ¿Llamemos a un exterminador?


M. no lo soporta y trata de llamarme a la razón.


-R. exagera, solo cayeron dos. No sabemos de donde vienen, salvo que si las visitantes han de practicar caída libre ven como zona segura de aterrizaje el cuerpo de R. – M. vuelve a reír.


Salgo de la oficina con mi máquina, total, si ellos pueden vivir con esos bichos que lo hagan, yo no. Entonces observo en el techo una hilera de termitas andando en fila india, me pregunto hacia donde van, si pretenden perseguirme y qué plan se traen entre patas.


-Miren, allá arriba, allí están.


El jefe y M. levantan la vista y concluyen, por fin, que a lo mejor si sería bueno llamar a un “matatodo” y entonces, por supuesto, otra termita suicida cae esta vez en mi cara.


-¡Ahhhhhhh!


Corro por el pasillo para quitármela de encima. Y ahora estoy convencida que sí, por alguna razón, yo R. soy un imán de termitas.


Si no lo dije antes, ahora debe resultar evidente: tengo un problema con las hormigas, me aterran profundamente. Se imaginarán lo que me sucede con las termitas. Y ahora que lo pienso, no sé por qué en casa, cada cierto tiempo, una de ellas encuentra fascinante dar vueltas por mi cuarto y poner por un instante mi vida de cabeza. Creo que esto tiene que ver con un recuerdo que tengo fresco, fresquísimo y el cual plasmé en un texto que escribí hace un buen tiempo.


No sé desde cuándo ni por qué pero me asustan las hormigas. Me imagino que mientras duermo profundamente, mientras sueño, este grupo de animalitos diminutos hacen de las suyas, con patitas de gallo se impulsan para subir, ellas pretenden, lo sé, escalar mi cuerpo, y comienzan por conquistar la primera cima, mi pie, el mero pulgar.


Luego no conformes con ganar esa nimia batalla, a paso de hormiga continúan con su trayecto hasta llegar a mis rodillas, en fila india van subiendo primero dos, luego tres, cuatro, diez, veinte y siguen viniendo más. Las hormigas alpinistas trepan ahora por mi short, tambalean, la suave respiración las marea un poco, para ellas es como el vaivén de un barco en altamar (no hay gravol para hormigas) siguen a paso ligero, ligerísimo, enrumban ahora hacia mi panza. La jefa mueve sus antenitas y decide llevar a la tropa color chocolate hacia el norte.


Pero de pronto deciden desviarse por mi brazo derecho, unos montículos un poco altos, bastante raros para ellas, ubicados en el centro de ese paisaje cutáneo y agreste, les impiden mirar más allá, mejor optar por lo seguro: los brazos. Uno, dos, repiten al unísono, tres, cuatro. Llegan a mi cuello, otra vez patitas de gallo para conquistar mi mentón, se acercan sigilosamente a mi boca, siento un cosquilleo, abro los ojos, parpadeo, ellas mueven confundidas esos cientos de antenitas, quizá tratando de decodificar que tipo de fieros bichos pueden ser mis ojos, repletos por todo lados de patitas pestañas. Las sacudo de mi cuerpo desesperada, ignoro todo lo que han sufrido para llegar hasta el final. Un escalofrío recorre de golpe mi espalda, las siento por todos lados, en cada rincón.


Todo esto imagino cada vez que me topo con uno de esos bichitos caminando por el suelo. Al margen de soñar despierta al verlas, está también el recuerdo que tengo de algo que nunca sucedió, pero que siento tan real que solo ese episodio ficticio instalado en mi memoria, y que estoy a punto de narrarles, ha sido capaz de desarrollar en mi una tremenda fobia a las hormigas. Tengo 7 años, me alisto para ir al colegio, por alguna razón tengo la pierna izquierda bañada en azúcar y cientos, miles de hormigas panzonas y hambrientas trepan desesperadas para comer toda esa miel y terminan mordisqueándome las rodillas, si me concentró puedo incluso sentir el dolor que me produjo cada masticada de hormiga, en sus mandíbulas no solo llevaban pequeños granitos de azúcar sino también pequeñísimas, ínfimas partículas de mi piel. Suculento banquete el de esos golosos bichitos.


Al margen de mi imaginación y de los recuerdos inexistentes, como si no fueran suficientes, ahora tengo que lidiar con el cariño que siente mi hermana X. por esos bichejos tragones. Si me topo con una de mis diminutas enemigas en la cocina y tomo un trapo para matarla, mi hermana X. me pide que la deje vivir.

La última vez me salió con que esa hormiguita a la que yo, por supuesto, pretendía aniquilar, siempre merodea la cocina.


-Siempre anda sola, no molesta a nadie, como perdida – le faltó decir desvalida - es como parte de la casa. No la mates, me dijo.


Mire entonces con cierto odio a mi adversaria y cedí al pedido de X.


Ahora limpio la mesa de la cocina, cuidando de no aplastar a la diminuta amiga de mi hermana. Solo espero que ahora no corra la voz a sus compañeras y que pronto una colonia de hormiguitas alpinistas decida mudarse a mi casa, al escuchar de boca de mi privilegiado huésped esta increíble historia, sobre un rincón en Miraflores que se ha convertido en una zona liberada para las marroncitas escaladoras.

Bueno, vuelvo a la cama y trataré de no soñar esta noche, con una inmensa y potente botella de Raid.”


Ahora estoy segura que me entienden. Por supuesto, que las hormigas me aterran, imaginan lo que puedo sentir si una termita aterriza en mi hombro y más aún como me siento ahora que sé que un par de días tendré que viajar a la selva agreste por el trabajo. Voy muerta, eso es todo lo que puede decirles.


Les dejo este video de Charly García, no podría ser otro.