miércoles, 6 de junio de 2007

COSA DE LOCOS (Segunda Parte)


Con la calma de vuelta en mi cuerpo y con las taquicardias contenidas, gracias a las páginas del "Elogio de la locura" de Erasmo de Rótterdam, he tomado aire para continuar con la demencial lista de personajes, todos ellos responsables de estos ataques inusitados de nervios, que cada vez son más frecuentes. De regreso a mi infancia, ahí estaba yo R., con el uniforme plomo interminable, larguísimo, cubriendo mis rodillas, pantorrillas y amenazando con envolver incluso mis tobillos, esa era una regla de oro para las monjas mercedarias, del colegio en el que estudiaba en Chimbote. Comienzo a pensar ahora, si debería incluir a ese grupo de pingüinos conservadores y cucufatos en la lista de los desequilibrados de mi vida ¿Acaso la madre Inmaculada ocuparía el primer lugar? En fin, como de costumbre llegaba del colegio muerta de hambre, con la lonchera azul vacía, ojo era inmensa y podía cargarla con mucho esfuerzo, y lista para arrasar con mi almuerzo y, por supuesto, el de mi hermana.

Bajaba con X. de la movilidad, sin taquicardias a la vista, cuando de pronto apareció un hombre totalmente desnudo, sí, en bolas, eran bolas de barro, estaba tan sucio El loco Calato que solo con una aguda y detenida observación podía visualizar sus ojos. Este desquilibrado sujeto venía caminando hacia estas dos pequeñas colegialas, asustadas a morir, hambrientas, asombradas con tan grotesca desnudez. Lo siguiente que recuerdo es a mi madre viendo aterrada esta espantosa escena, desde el tercer piso de la casa, y saliendo por la ventana con la carabina de mi hermano, rastrillada, apuntando sin temblar al Loco Calato, que pretendía quizá que ignoráramos su minimalista vestimenta, que pensáramos que sus medias con huecos eran suficientes para cubrir su anatomía y pedirnos, sin vergüenza alguna, que le diéramos un pan o con suerte dos. Mi madre solo atinó en ese instante a dar tiros al aire, tiros sin rumbo, a gritar: Oiga, no se acerqué, aléjese, chicas corran, pum, pum…No eran disparos mortíferos sino dolorosos, ráfagas de perdigones que se podían incrustar en la piel como aguijones y causar un dolor tremendo, atroz. Ese día perdí el apetito y no dejé de pensar en la posibilidad de que podría volver a topármelo. Y ese es mi recuerdo del Loco Calato, quien por cierto huyó despavorido de mi vida, con los pellejos al aire y dejando, por supuesto, una marca imborrable en mi memoria, una marca más en mi lista de episodios inquietantes, diría taquicárdicos.

Pero al parecer el destino había decidido reír un poco más sin mí y someter mis nervios de goma a otros dos sucesos delirantes. Así apareció en Lima un mal día, El loco Vuela-Vuela, un orate ingenioso que pretendía ser un avión de carne, hueso y pelos. Probablemente, el combustible era su sangre, las alas sus brazos, la energía su paso ligero y el sonido de despegue un grito ensordecedor, que estaba lejos de asemejarse al ruido de un avión:…lalalalalalalala…Sí, todos los días, durante tres años de mi vida, el Loco Vuela-Vuela se encargó de cortarme el sueño a las seis de la mañana, para despegar hacia su propio mundo, un mundo que nunca pude entender y menos visitar. Debo decir, sin embargo, que las cosas no marchaban mal con este desquiciado sujeto, obsesionado con el cielo y las alturas, bastaba con dejar la pista libre o, mejor dicho, la vereda libre cada mañana y dejarlo levantar vuelo, con total libertad, tomar velocidad, desplegar sus extremidades y volar, sí, volar, hacia donde solo él podía llegar. La clave estaba entonces en respetar su extraña rutina. La verdad que este loco alado parecía ser feliz y debo decir que a veces, esa alegría suya era del todo envidiable.

Con el paso del tiempo, aprendí a vivir con él, con el sonido de las suelas de sus zapatillas estrellándose contra el pavimento, con sus brazos largos cortando el viento y con ese repetitivo, lalalalalalala…arrullándome, había dejado de ser ya una tortura auditiva. Todo marchaba bien, como contaba, hasta una mañana en la que salí de casa bastante apurada, corriendo para no llegar tarde al colegio y por error, tremendo error, interferí uno de sus matutinos despegues. Recuerdo al Loco Vuela-Vuela venir corriendo sobre mí, a toda velocidad, con esas turbinas imaginarias de piel y sangre desafiando al viento y toda esa furia desbordada por haber interrumpido uno de sus ascensos ¿Quién era yo para anclarlo a tierra? ¿Quién era yo para traerlo de vuelta a esta imperfecta realidad? Me siguió una, dos cuadras, con aquel lalalalalala…retumbando mis oídos, pateando con violencia mis tímpanos, castigando mi falta de tacto. Ese era su aeropuerto, extraño o no, era suyo, y yo me había convertido de pronto en una suerte de polizonte en esa realidad alterna, en esa dimensión paralela que la verdad no lograba comprender.

Crucé la vereda avergonzada, asustada, con mis trece años a cuestas y con el pecho estallando con más intensidad que la turbina de un avión, corrí a casa sin importar las clases que perdía, espantada, para intentar calmar como fuera esas primerizas taquicardias mías. Disculpen, debo ahora respirar hondo por un instante, observar el suave movimiento de las palmeras, tomar un vaso de agua antes de continuar. Evocar algunas historias es a veces como volver a meter los pies en los viejos zapatos de entonces y créanme que en mi caso, no siempre es del todo agradable. Al fin pasó, ahora un loco más, El Loco Palma. Este personaje esquizofrénico es bisnieto del escritor Ricardo Palma, vive desconectado del mundo, deambulando por las calles de Lima y, cuando lo pude conocer, jalaba del cuello a un perro famélico, su único amigo, quizá porque no tenía voz para decir lo contrario, energías para abandonarlo y menos ladridos que pudieran ahuyentar de un mordisco a su alocado amo. El loco Palma estaba convencido que desde la gélida celda de la Base Naval del Callao, Vladimiro Montesinos, el ex asesor presidencial, lo escuchaba, lo espiaba y le mandaba mensajes amenazantes, entonces narraba aterrado: Dice que me van a matar, que a ti también te quieren matar, cuídate, están por todas partes.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

R; Tu madre debe ser todo un personaje. Claro, en el buen sentido de la expresión, porque no hago mas que imaginar a una persona en una ciudad con la escopeta en ristre espantando a un deslucido orate. Ahora, no se si te has dado cuenta que los locos, son como los perros, solo “atacan” a quien de alguna forma (al no controlar su fobia) le trasmiten su terror. Aunque, tu podrás decir: Pero como estos seres desconectados del mundo pueden ser sensibles a este estimulo? Fácil, pues. Están desconectados del contexto, si, pero no de su propio mundo, en donde todos somos una especie de fantasmas imaginarios que los arrinconan. En suma, están siempre a la defensiva, hasta que logran "captar" que uno de los “fantasmas” no es mas que un tigre de papel, y ahí si, ellos te crean la agenda de la huida. Y tu lo sabes. No?
ON

Anónimo dijo...

tus padres deberían escribir un blog exculpándose...

Anónimo dijo...

Te felicito debes tener una familia fabulosa para vivir tantas aventuras y saber describirlas tannn bien.

Anónimo dijo...

Mi querida R la exagerada presencia de locos en tu vida se debe, entre otras cosas, a la exagerada densidad de locos en Chimbote (tu, y mi ciudad natal, aunque los dos naciéramos en otros lados).
Esto merece una explicación: los locos llegaban ha Chimbote caminando, nuestra ciudad natal no los paría. En realidad, eran los hijos no reconocidos de la orgullosamente colonial Trujillo, que tenía la recurrente política de expulsar a los locos depositándolos humanitariamente en el desierto que separa a estas dos ciudades. Claro antes de botarlos seguramente alguien les preguntaría “y tu, cómo apellidas”, para no cometer el error de botar a algún Ganosa de Orbegoso, y que alguna tía copetuda y cubierta de alguna piel en pleno verano, ponga el grito en el cielo por la deportación inconsulta de alguno de sus más olvidados hijos pastrulos. Así que mi querida R tal vez ya de niña y gracias a los trujillanos le viste las bolas a algún noble de barro.