miércoles, 5 de noviembre de 2008

Darklands



Hasta hoy no les he hablado de la oscuridad y de lo mucho que me aterra esa pared negra, infinita, que nos vuelve vulnerables a todo. Odio los apagones, odio el silencio que trae consigo la boca de lobo de la noche, odio el chillido leve que siento en el oído, ese sonido leve que de inmediato anuncia que algo puede suceder. No ver más allá de mis narices me asusta, y me atemoriza mucho más no poder atravesar las entrañas de la oscuridad con un rayo de luz. Así sea con la debilidad de una vela o con la fortaleza de una linterna cargada de baterías nuevas.

Quizás por eso me asusta la ceguera y comprendo como el temor a ella puede llegar en convertirse a la vez en una suerte de aversión. No sé por qué caló tanto en mí el Informe sobre ciegos de Ernesto Sábato, ese tratado aparte dentro de Sobre Héroes y tumbas, en el cual los ciegos son en resumen una secta, un grupo de seres abominables. No es que piense esto de los invidentes, para nada, pero debo confesar que la oscuridad y la ceguera, son para mi lo mismo, la primera es quizás un paréntesis de la segunda, un experimento macabro creado para introducirnos a un mundo de horror, de inseguridad, de fragilidad absoluta.

Recuerdo pasajes del libro de Sábato como este: “…Y así, paulatinamente, con una fuerza tan grande y paradojal como la que en las pesadillas nos hacen marchar hacia el horror, fui penetrando en las regiones prohibidas donde empieza a reinar la oscuridad metafísica, vislumbrando aquí y allá, al comienzo indistintamente, como fugitivos y equívocos fantasmas, luego con mayor y aterradora precisión, todo un mundo de seres abominables.”

Y recuerdo otros más. A papá le gustaba contarnos cuentos de terror en la más absoluta oscuridad, privándonos de la posibilidad de volver a la luz con el simple ejercicio de presión del interruptor. Papá bajaba la luz general y eso nos gustaba, las historias así sonaban mejor, nos asustaban más, a mí me partían de miedo. Esa era una oscuridad lúdica, pero oscuridad al fin y al cabo. No trato de decir que cargo con un trauma que busco ahora exteriorizar, solo quiero evidenciar mi primer contacto con la nada pintada de negro. Desde entonces nos reconocimos como enemigos eternos.

Han pasado más de treinta años y la aversión se mantiene. Apagar la luz antes de dormir me asusta, pero hoy el cansancio se ha convertido en ese haz de luz que atraviesa la oscuridad. Antes de rescatar mis más negros temores, quedo sumida en un sueño profundo, que no me conduce hacia las pesadillas sino a la amnesia absoluta, esa nada que devora mis recuerdos revividos, claro, reeditados.

Apagar la luz a solas hasta hoy me genera un cosquilleo leve en la panza. No encontrar fósforos se traduce en un sudor frío en la frente. Recorrer los oscuros pasillos de un edificio puede acabar por agarrotarme los músculos. Y la oscuridad en la playa, esa oscuridad si que logra devolverme a ese temor primigenio, a ese miedo de mi infancia, a ese terror color muerte del cual hasta hoy no logro desligarme. Buenas noches y esta vez, por supuesto, dormiré con la luz encendida.

“..... Mi conclusión es obvia: sigue gobernando el Príncipe de las Tinieblas. Y ese gobierno se hace mediante la Secta Sagrada de los Ciegos. Es tan claro todo que casi me pondría a reír si no me poseyera el pavor.” (Sobre héroes y tumbas – Ernesto Sábato)

Les dejo Darklands de The Jesus and Mary chain...


domingo, 21 de septiembre de 2008

El suave scratch de mi padre



Este es un paréntesis, una nota aparte, sí, eso es, este post es en esencia notas. Las notas que han marcado mi infancia, la de de mis hermanos y la vida de mi madre. Este post se lo dedico por eso a mi padre, a Paco, al Viejo enterrador de la comarca, uno de los más grandes melómanos que he conocido en mi vida, el responsable de esta afición inconmensurable que mi familia y yo tenemos por la música. Paco, mi papá, siempre tuvo un gusto exquisito por la música, un gusto clásico, exigente, una fascinación por los grandes compositores.


Recuerdo haber despertado cada domingo de mi infancia oyendo el sonido inolvidable de los discos de vinilo de mi padre. Ese scratch que nos ponía los pelos de punta. Recuerdo a papá y mamá sentados en la sala de la casa flotando con las melodías de Bizet, Wagner, Chopin, Grieg, Orff, Beethoven, Smetana, entre muchos, muchísimos otros.


Recuerdo a papá contándonos cada una de las historias detrás de cada una de las piezas que nuestros jóvenes oídos aprehendían.


Si tuviera que hacer una elección de las composiciones más significativas de mi padre y, por lo tanto, de mi vida, quizás empezaría por la opera Carmen de Bizet. Mamá traducía la letra y papá batía las manos contra el viento al ritmo de cada uno de los instrumentos. Papá silbaba, nosotros vibrábamos. Para entenderlo les diría que escuchen "La Habanera", un extracto hermoso de la opera Carmen. y que mejor manera de disfrutarlo que viendo este fragmento de la película Carmen dirigida por el español Carlos Saura.




Tendrian que continuar ahora, por supuesto, con "Catulli Carmina", pieza importante de la impresionante trilogía de Carl Orff. Aún me pregunto como esas notas tan intensas y, por momento, violentas podían parecernos entonces maravillosas. Cuando oigan este fragmento lo comprenderán.




Pero también estuvo la música que Edvard Grieg compuso para una de las novelas del noruego Ibsen, me refiero a "Peer Gynt". Una de las favoritas de mi padre, una de mis favoritas sin duda. Les dejo "In the hall of the Mountain King".




Es imprescindible incluir en este breve viaje por los sonidos de la vida de mi padre a Wagner y "La cabalgata de las Valkirias", esa cabalgata que Coppola capturó para su impresionante "Apocalipsis Now". Quien puede olvidar este escena.




Por supuesto que también está Debussy y su "Claro de Luna"...




Y Mendelssohn, ese compositor que hoy papá no deja de oír en su discman mientras se recupera de esta horrenda enfermedad que nos mata a quienes tanto lo adoramos de a pocos.




La lista es sin duda interminable, pero este es tan solo un pequeño regalo para ustedes de Paco, mi padre, el Viejo enterrador de la comarca.

domingo, 14 de septiembre de 2008

Sueños tanáticos


Esta ha sido una semana extraña. Al margen de que cada cierto tiempo, como el común de los mortales, pienso en la muerte, debo confesar que esta semana tánatos y su pulsión por la parca me convirtieron en una de sus víctimas. He vivido estos días con el pleno convencimiento de que algo terrible estaba a punto ocurrir.

Ahora, quizás se pregunten, ¿Por qué esa obsesión con la muerte? No tengo una repuesta convincente en realidad. Pero todo comenzó esta semana cuando detecté ciertas señales que el azar insistía en mandarme. Iba a viajar a la selva por cosas del trabajo y una bronquitis repentina me regresó a la cama. Entonces D., un amigo del trabajo, se ofreció a ayudarme: el viajaría a la jungla en mi lugar.

Al día siguiente, la llamada de D. confirmó mis sospechas. Algo tenía que salir mal. Y acá viene la segunda señal. El auto en el que viajaba D. atropelló a un hombre en el camino, a un sujeto que apareció de la nada, en medio de la carretera. D. claro tuvo que volver.

Bronquitis, accidente, que venía después: una llamada de mi jefe.

-R. ¿Y estás bien?
-Sí, estoy mejor
-Bueno, entonces pide una camioneta y viaja a la selva. Es importante.

Sí, debía viajar a Tingo María, tenía que hacerlo, y debo confesar que a estas alturas no cabía duda que el azar me estaba gritando al oído que no viaje, que ni muerta. Mi lado responsable, ese que odio tantas veces, me impulsó a ignorar las señales, a deshacerme de las supersticiones y a sacar un poco de valor de donde sea para partir hacia lo desconocido. No debo ser cobarde, no soy cobarde, repetía una y otra vez este mantra en mi cabeza, no soy cobarde, no lo soy, no quiero viajar.

Vienieron entonces diez largas, larguísimas horas de viaje. Mi cabeza ardía en pensamientos negativos, solo pensaba que un camión invadiría de pronto nuestro carril, que el vacío de los abismos terminaría por devorarnos, que el mal tiempo le jugaría una mala pasada a las llantas, que de buena cara nada. Contaminé en el camino mi cuerpo con una jugosa dosis de adrenalina, el auto patinó, la lluvia y el granizo complicaron la visibilidad, me persigne cada 10 kilómetros, me asusté cada cinco, nos chocamos levemente contra uno de los arcos de contención del camino, sobrevivimos al trayecto. Y, olvidaba un detalle relevante que contribuyó con creces a crear este clima insoportable: la policía. En cada peaje advertían que debíamos tener cuidado con los asaltos y los terrucos. El cocktail era mortífero.

El regreso, el regreso fue igual. Lluvia, granizo, un camión que esta vez sí invadió nuestro carril, la camioneta se dañó, la repararon, pero, finalmente, llegué a salvo a casa. Pensé entonces que al fin iba a poder descontaminar mi cabeza del estrés y de los malos pensamientos. No fue así, claro, nunca es así.

Tuve que viajar de nuevo a los dos días, esta vez en avión, y horas antes de volar solo podía visualizar la estrepitosa caída de la nave. Era inevitable, me había salvado de un viaje por tierra, pero este, si seria el final. Mi insistencia terminaría por arrancarme la vida.

Durante el vuelo pensaba en mi familia, en el dolor, en todo lo que me hubiera gustado hacer, decir, en lo mucho que suelo atormentarme con el futuro, con el tiempo, con las horas, los minutos, con el final. Esta semana, por eso, y muchas cosas más, ha sido extraña, rara, sobretodo, porque he caído en la cuenta que no puedo despejar, ahuyentar de mi cabeza estos sueños tanáticos.

¿Les ha pasado lo mismo?¿Sienten que a veces viven al límite?

Se me ocurre escuchar ahora Sweet dreams de Anniel Lennox.




sábado, 6 de septiembre de 2008

Mi problema con las hormigas




Una termita acaba de aterrizar en mi hombro. Acabo de tirar el Mouse al suelo, he pegado un brinco que podría clasificar para las olimpiadas y ahora con los lentes puestos, trato de detectar en que viga de madera, estos bichos gigantes le dan rienda suelta a la gula.

M. se ríe, dice que estoy loca, es una compañera del trabajo que se toma las cosas con calma. Le digo que estoy segura que desde allá arriba, desde el techo, las visitantes nos observan. Vuelvo a mi máquina. Y otra paracaidista vuelve a caer, como si hubiera estado esperando mi regreso. Aterriza en mi escritorio, considero que es demasiado, claro, y salgo corriendo a la puerta y me topo con mi jefe.


-¿Qué pasa R.?, sonríe al ver mi cara.

-Jefe hay termitas, termitas comiéndose el techo de la oficina, no puedo trabajar acá ¿Llamemos a un exterminador?


M. no lo soporta y trata de llamarme a la razón.


-R. exagera, solo cayeron dos. No sabemos de donde vienen, salvo que si las visitantes han de practicar caída libre ven como zona segura de aterrizaje el cuerpo de R. – M. vuelve a reír.


Salgo de la oficina con mi máquina, total, si ellos pueden vivir con esos bichos que lo hagan, yo no. Entonces observo en el techo una hilera de termitas andando en fila india, me pregunto hacia donde van, si pretenden perseguirme y qué plan se traen entre patas.


-Miren, allá arriba, allí están.


El jefe y M. levantan la vista y concluyen, por fin, que a lo mejor si sería bueno llamar a un “matatodo” y entonces, por supuesto, otra termita suicida cae esta vez en mi cara.


-¡Ahhhhhhh!


Corro por el pasillo para quitármela de encima. Y ahora estoy convencida que sí, por alguna razón, yo R. soy un imán de termitas.


Si no lo dije antes, ahora debe resultar evidente: tengo un problema con las hormigas, me aterran profundamente. Se imaginarán lo que me sucede con las termitas. Y ahora que lo pienso, no sé por qué en casa, cada cierto tiempo, una de ellas encuentra fascinante dar vueltas por mi cuarto y poner por un instante mi vida de cabeza. Creo que esto tiene que ver con un recuerdo que tengo fresco, fresquísimo y el cual plasmé en un texto que escribí hace un buen tiempo.


No sé desde cuándo ni por qué pero me asustan las hormigas. Me imagino que mientras duermo profundamente, mientras sueño, este grupo de animalitos diminutos hacen de las suyas, con patitas de gallo se impulsan para subir, ellas pretenden, lo sé, escalar mi cuerpo, y comienzan por conquistar la primera cima, mi pie, el mero pulgar.


Luego no conformes con ganar esa nimia batalla, a paso de hormiga continúan con su trayecto hasta llegar a mis rodillas, en fila india van subiendo primero dos, luego tres, cuatro, diez, veinte y siguen viniendo más. Las hormigas alpinistas trepan ahora por mi short, tambalean, la suave respiración las marea un poco, para ellas es como el vaivén de un barco en altamar (no hay gravol para hormigas) siguen a paso ligero, ligerísimo, enrumban ahora hacia mi panza. La jefa mueve sus antenitas y decide llevar a la tropa color chocolate hacia el norte.


Pero de pronto deciden desviarse por mi brazo derecho, unos montículos un poco altos, bastante raros para ellas, ubicados en el centro de ese paisaje cutáneo y agreste, les impiden mirar más allá, mejor optar por lo seguro: los brazos. Uno, dos, repiten al unísono, tres, cuatro. Llegan a mi cuello, otra vez patitas de gallo para conquistar mi mentón, se acercan sigilosamente a mi boca, siento un cosquilleo, abro los ojos, parpadeo, ellas mueven confundidas esos cientos de antenitas, quizá tratando de decodificar que tipo de fieros bichos pueden ser mis ojos, repletos por todo lados de patitas pestañas. Las sacudo de mi cuerpo desesperada, ignoro todo lo que han sufrido para llegar hasta el final. Un escalofrío recorre de golpe mi espalda, las siento por todos lados, en cada rincón.


Todo esto imagino cada vez que me topo con uno de esos bichitos caminando por el suelo. Al margen de soñar despierta al verlas, está también el recuerdo que tengo de algo que nunca sucedió, pero que siento tan real que solo ese episodio ficticio instalado en mi memoria, y que estoy a punto de narrarles, ha sido capaz de desarrollar en mi una tremenda fobia a las hormigas. Tengo 7 años, me alisto para ir al colegio, por alguna razón tengo la pierna izquierda bañada en azúcar y cientos, miles de hormigas panzonas y hambrientas trepan desesperadas para comer toda esa miel y terminan mordisqueándome las rodillas, si me concentró puedo incluso sentir el dolor que me produjo cada masticada de hormiga, en sus mandíbulas no solo llevaban pequeños granitos de azúcar sino también pequeñísimas, ínfimas partículas de mi piel. Suculento banquete el de esos golosos bichitos.


Al margen de mi imaginación y de los recuerdos inexistentes, como si no fueran suficientes, ahora tengo que lidiar con el cariño que siente mi hermana X. por esos bichejos tragones. Si me topo con una de mis diminutas enemigas en la cocina y tomo un trapo para matarla, mi hermana X. me pide que la deje vivir.

La última vez me salió con que esa hormiguita a la que yo, por supuesto, pretendía aniquilar, siempre merodea la cocina.


-Siempre anda sola, no molesta a nadie, como perdida – le faltó decir desvalida - es como parte de la casa. No la mates, me dijo.


Mire entonces con cierto odio a mi adversaria y cedí al pedido de X.


Ahora limpio la mesa de la cocina, cuidando de no aplastar a la diminuta amiga de mi hermana. Solo espero que ahora no corra la voz a sus compañeras y que pronto una colonia de hormiguitas alpinistas decida mudarse a mi casa, al escuchar de boca de mi privilegiado huésped esta increíble historia, sobre un rincón en Miraflores que se ha convertido en una zona liberada para las marroncitas escaladoras.

Bueno, vuelvo a la cama y trataré de no soñar esta noche, con una inmensa y potente botella de Raid.”


Ahora estoy segura que me entienden. Por supuesto, que las hormigas me aterran, imaginan lo que puedo sentir si una termita aterriza en mi hombro y más aún como me siento ahora que sé que un par de días tendré que viajar a la selva agreste por el trabajo. Voy muerta, eso es todo lo que puede decirles.


Les dejo este video de Charly García, no podría ser otro.




jueves, 26 de junio de 2008

Gracias J.


J. es la única persona a quien le debo mi temor a los aviones y este post es, probablemente, un tributo a su constancia. Y hablo de constancia porque vaya que J. se esmero en sumar un nuevo miedo a mi vida. Como si los que soportó ya no fueran suficientes. Aún lo recuerdo, campaña electoral de 2001, una avioneta de 12 pasajeros esperaba para llevarnos a Jauja con uno de los candidatos favoritos abordo. J. se retrasó como siempre, pero llegó justo a tiempo. J. tenía esta vez un aliciente: estrenar su ritual pesimista frente a mí. Y así comenzó su peculiar perorata.

-R. ¿Rezaste?

-¿Recé?

-Sí, sabes que es altamente probable que esta avioneta se caiga ¿No? Vamos, es una nave pequeña de doce pasajeros, está reventando, una de las posibles víctimas está bastante gorda, lleva media hora atiborrándose de chocolates, y siempre he pensado que ante el peligro inminente lo mejor es empezar por rezar.

-J. ¿Qué estás hablando?

A mí, a la joven R., no le entraba en la cabeza tal posibilidad. Yo cubría mi primera campaña política, iba a viajar innumerables veces en avión, avioneta y helicóptero y no podía esperar un minuto más, quería partir. Quería llegar volando a lugares alejados del Perú, a lugares que realmente me sorprendieran, espacios que ni siquiera había podido imaginar. Iba a pasar los siguientes dos meses de mi vida yendo de un lado a otro, mi suerte no podía ser mejor. Pero no había caído en el pequeño detalle, J. iba a viajar conmigo y si bien no le temía a los aviones, sí le atraía profundamente la idea de desarrollar en mí una fobia a volar.

-R. si sobrevivo ¿Qué quieres que le diga a tu mamá?

-Nada, no va a pasar nada ¿Qué estás diciendo?

-Vamos, es como un pequeño testamento verbal. Por ejemplo, si yo muero y tú vives, cosa que es imposible, lo más probable es que ninguno los dos vuelva con vida, quiero que tu conserves mis libros y mis discos.

-Basta J. me estás torturando. ¡Cállate!

-Espera ya va a despegar, dame tu mano R., cierra los ojos.

-J. no me asustas, no me asusta volar. Todo lo contrario.

J., debo agregar a esta historia, tiene un humor negro insufrible, un humor que se pierde entre la realidad y la ficción. A lo que voy es que, algunas veces, sus bromas suenan tan reales, que más de una persona confundida ha querido meterle un golpe por su falta de tino. Y aquí les va el ejemplo. Hace unos años, J. le dijo una vez a mamá R. que el avión en el que yo viajaba se había perdido, que no sabían mi paradero y que solo quedaba rezar. Mi madre obvio casi se desmaya, tuvieron que darle un calmante y cuando aterricé y la llamé para decirle que acababa de llegar a Lima, me dijo:

-R, aterrizaron ¿Estás bien?

-Sí – respondí - ¿Por qué?

-¿No se había perdido el avión?

-¿Perdido? No ¿De qué estás hablando? Para nada…

Acto seguido, escuché un grito aterrador del otro lado del teléfono, seguido del nombre de J. Oír el nombre basto para que comprendiera que había pasado. Bueno, ahora entienden a que me refiero cuando hablo del humor negro de J.

En fin, tras más de un mes viajando con mi extraño amigo, de pasar por una tremenda turbulencia en la que solo escuchaba un grito ensordecedor: reza R., por dios, reza. Finalmente, desarrollé una profunda fobia a las avionetas y, sobretodo, al despegue de los aviones. Ahora, volar se ha convertido para mí en un ritual. Aferro mis manos a la silla, el sudor es incontrolable, me persigno, rezo, rezo como si fuera mi única salvación, y mientras repito mis plegarias visualizo la cara de mi madre, de mi familia, pienso en si ese será el último día de mi vida y luego ya en el aire, vuelvo a respirar de a pocos. J., por el contrario, sube feliz al avión, no se persigna, no reza, cierra los ojos, sonríe, y espera tranquilo a que le avisen que acaba de llegar a su destino.

Gracias J. Y, como lo dije al inicio de este post, este es solo un tributo a tu constancia a prueba de balas y a tu humor incomprendido.

Les dejo este video que me gusta mucho y que, por cierto, encaja muy bien con el post.




viernes, 23 de mayo de 2008

¿Mi primera victoria?


Hace unos días, mientras viajaba rumbo a una comunidad al norte de Lima, me di cuenta que la simbiosis entre la música y la naturaleza, me produce un vértigo, absolutamente, placentero y sobretodo adictivo. Es decir, observo los paisajes, respiro muy hondo, contemplo extasiada la polvareda que flota en el camino, polvareda encantadora que evidencia la lucha entre las llantas y la trocha. Y, mientras ocurre esto, hilo las imágenes que se acumulan una tras otra en mi cabeza con Wake up de Arcade Fire, miro los árboles de naranjas y mandarinas y suena Young Folks de Peter Bjorn, descubro entonces que una sonrisa inmensa desafía la elasticidad de mi cara, y continua Nina Simone con I want a Little sugar in my bowl y Alvy Singer Big Band con Empezando a terminar.

Esta súbita proclividad a la felicidad es sostenida y recurrente en mis salidas al campo, y supera mis líos, preocupaciones y taquicardias. Solo, en esos instantes, soy consciente a cabalidad que por unos minutos, horas, incluso días, soy feliz. Pero, extrañamente, esta sensación sufrió esta vez un ligero traspié. Y el traspié o, mejor dicho, los traspiés tienen nombre, pumas. Sí, apenas entre en la comunidad de Santa Rosa, William y Lucio, dos pobladores de la zona se acercaron de inmediato, bastante preocupados, para confesarme que tres feroces pumas, tres bestias salvajes, se habían escapado hacía unas pocas horas del fundo “El Gran Chaparral”.

-Y “El gran Chaparral” ¿A cuántos kilómetros está? - claro que pregunté.

-A diez minutos. Pero no se preocupe, son como gatitos, les tira una piedra y se van, además, ya se comieron una oveja.

Solo pensé, una oveja entre tres pumas, vamos, es un canapé para esos “gatitos”.

Debo confesarles, sin embargo, y a riesgo de sonar estúpida, que por un momento una súbita valentía y un tonto sentido de responsabilidad me indicaron que debía continuar. Si mis amigos no se agitaban, porque tendría que hacerlo yo. Además, las posibilidades de que me topara en medio del campo con un puma, eran, eran…de nueve a uno. Nueve a uno, sí, nueve a uno. En ese preciso momento, se esfumó mi dosis de coraje. Quería largarme ya. Los ingenieros, poco observadores quizás, no se percataron de mi desencajado rostro.

-Señorita, espérenos un ratito aquí, que tenemos que revisar unas turbinas de la planta.

Yo asentí, no me quedaban palabras.

Me dejaban en medio del campo, por unos minutos, porque era más importante revisar las máquinas, a mí, a mí que me coma un puma, de seguro pensaron.

Pero diez minutos después, tras confundir el vaivén de los árboles con las pisadas de los pumas, el sonido de un riachuelo con sus salivosas fauces, el ataque de los mosquitos con sus delgados bigotes, regresé, ahí mismo, mientras mantenía la vista perdida en la perfecta geometría del valle, al estado de éxtasis inicial. Era demasiado hermoso aquel lugar, como para que tres pumas prefirieran reemplazar la vista del paisaje por un banquete, claro, en el que yo haría las veces del plato fuerte

Habían escapado al fin, dejado atrás el cautiverio, eran libres, y en medio de un suculento rebaño de ovejas, de esas lentas y sabrosas nubecitas, ¿Acaso podía calificar mi regordeta anatomía como plato de fondo? No lo creo.

Tomé entonces los audífonos y dejé una vez más que el verde intenso y abrumador ingresara a mis ojos al ritmo de What Katie did de The Libertines.

Por cierto ¿No es esta mi primera victoria? ¿La primera en este blog?


sábado, 3 de mayo de 2008

LA RAÍZ DE MIS MIEDOS


Hace unos días conversando con mamá R. entendí cómo, cuándo y bajo qué circunstancias empezó todo. Y cuando hablo de todo, me refiero a encontrar la raíz del miedo, el origen de mis fobias, taquicardias y demás eventos inesperados, que suelen poner a prueba mis nervios de goma.

Todo indica que el inicio de mi vida está estrechamente relacionado con mi carne trémula. Y la historia empieza una semana atrás, cuando mamá R. y yo conversábamos de la vida tumbadas en la sala de la casa. Yo planeaba un viaje a Bogotá con P., mi mejor amiga de la universidad y de la vida, con la misma P. con la que solo estudiábamos por las madrugadas, porque odiábamos el ruido de las tardes y porque por las tardes, preferíamos tomarnos un café, fumar un pucho y hablar de nuestros líos. P. intentaba convencerme de que la acompañara a un viaje a Bogotá, a la feria del libro, al encuentro de cronistas. Yo hacia cálculos y pensaba en como huir del trabajo.

De pronto se me ocurrió preguntarle a mamá R. si había estado en Colombia, alguna vez, y respondió:

-Ambas estuvimos

-¿Yo estuve?

-Claro, en mi barriga, yo tenía 5 meses de embarazo. Esos eran días difíciles en Colombia, el narcotráfico y las FARC que secuestraban a todo extranjero que se topaban en el camino.

-¿Y viajaste estando embarazada?

-Sí, tu papá llegó un día por la tarde, me contó que acababa de comprar un volkswagen del año color blanco humo y me dijo: mañana por la mañana, partimos a Venezuela. Eso implicaba cruzar todo Ecuador y la violenta Colombia de entonces. Papá R. conduciría.

-¿No pensaste en lo arriesgado del viaje? Vamos, yo estaba en tu panza.

-Sí, pero era una aventura y un viaje que habíamos querido hacer hace mucho tiempo. Pero tomamos precauciones ehhh!!! solo viajábamos por las mañanas, nunca por las noches.

Vaya excusa.

Era fines de 1976, papá R. recuerda hasta hoy, partiéndose de risa, todas las peripecias por las que pasamos. En Guayaquil, por ejemplo, el auto desapareció una noche y lo hallaron al día siguiente cuadrado en un parque ¿Qué había pasado? Había un desfile y el municipio no tuvo mejor idea que mover el auto a un parque lejano, claro, sin avisarle a los dueños. Cuando atravesaron Colombia, con los nervios crispados, el look de pelo largo de papá R. y la gorra camuflada que había comprado en el camino, solo consiguieron darle más el aspecto de un muchacho rebelde que el de un ingeniero mecánico. El ejército colombiano los detuvo más de una vez en el trayecto.

Mi madre recuerda además…

-No sabes los sustos que nos diste, por momentos pensábamos que ibas a llegar antes de tiempo. Era como si estuvieras tensa.

Papá R. enumera riendo todos los controles por los que tuvimos que pasar mientras atravesamos tierras colombianas, toda la convulsión que se vivía por esos días, que hacían del viaje una verdadera aventura o tortura. Quizá por eso traté de escapar a los 5 meses, quizá porque sentía ya mis primeras taquicardias, mis primeras danzas temblorosas en la panza de mamá.

Ese viaje, en cierta forma, explica mucho de mi vida, de mi vocación, de mi extraño gusto por el estrés, aunque trate de ocultarlo en este blog. Creo que el viaje a Colombia fue decisivo. Y si lo analizan, detenidamente, puede explicar la raíz de mis miedos.