domingo, 1 de julio de 2007

CASI MUERTA Y NO DE RISA


Odio a los payasos, los he odiado siempre y los he odiado tanto, que creo que nunca podré superar esta sensación de terror y escalofríos que, ineludiblemente, experimento cada vez que me topo con estos sujetos guarecidos tras kilos de pintura circense. No veo sus caras, no sé quienes son, ignoró quien se esconde tras esos trapos multicolores que en lugar de arrancarme carcajadas, me hacen perder de golpe el color y solo atinar a buscar un escondite. No es una exageración. Si veo un payaso por la calle, cruzo la pista; si los veo reír, solo vislumbro un brillo macabro en sus ojos y mi cuerpo se paraliza; si me persiguen huyo sin razonar hacia donde voy, sin considerar el peligro, sin importar si arriesgo mi vida. Recuerdo hasta hoy la primera vez que huí de uno de esos cobardes sujetos, de esos que pretenden esconder sus rostros tras pigmentos sintéticos, un poco de grasa animal y lanolina. Sí, de uno que intentó divertirme cuando aún tenía 7 años y lo único que consiguió fue despertar, a mi corta edad, un odio tremendo hacia él y hacia todos los de su especie.

Era el verano de 1983, yo R. corría con los rulos revueltos por un jardín inmenso, arrugando mi pequeño vestidito, y sobretodo tratando de no ser la primera descalificada en el juego de las chapadas. Estaba en la fiestecita de una amiga, la casa era inmensa, la piscina era gigante, azul, conejos corrían por el jardín, un venado atado a un árbol comía y un sol espectacular bañaba con suavidad esas decenas de caritas con barro. Aún recuerdo que no podía abandonar el carrito de helados, estaba estacionado en medio del jardín y dispuesto para que pequeños monstruos como yo, lo tomáramos por asalto y le diéramos rienda suelta a nuestra pueril gula. Embarrada en chocolate, escuche de pronto el sonido estruendoso de un silbato y apareció él, embadurnado en pintura blanca y roja, con lágrimas falsas dibujadas en las mejillas y ese holgado traje de bolas, que se ceñía a su regordete cuerpo por el viento de la tarde. Llamaba a todos los niños, pedía con esa sonrisa comprada que lo rodeáramos y nos invitaba a sentarnos en círculo para empezar la función. Hizo un poco de magia, saco pañuelos, soltó chistes incomprensibles, encogió y relajó su rostro en una suerte de danza aterradora, tiró chocolates y pidió que algunos de los niños se ofrecieran como voluntarios para un truco, llamó a cinco.

El reloj avanzaba y ninguno de los bajitos de esa fiesta se animó a abandonar su sitio y jugar con ese grandísimo payaso. Entonces no tuvo mejor idea que elegir a sus pequeñas víctimas, una a una, yo R. fui una de las elegidas y solo recuerdo a ese sujeto aproximándose en cámara lenta hacia mí, soltando risotadas al viento, estirando su mano para jalarme hacia el centro de ese círculo de horror. Me puse de pie, mis ojos querían huir de mi cara, empecé a transpirar y solo atiné a correr. Corrí por todo ese césped, con las lágrimas removiendo el barro impregnado en mi cara, decidida a perderlo de vista; pero el enfermo sujeto bañado en pintura, no tuvo mejor idea que perseguirme para traerme de vuelta. Corrí tan rápido como pude, sin pensar hacía donde escapar, sin razonar que debí buscar la mano de mi madre, solo corrí. Llegué hasta el borde de la piscina y divisé a mi enemigo a pocos metros de mi escondite sin salida. Solo atiné entonces a saltar hacia el azul, sin pensar que no tenía idea de cómo lograría volver a la superficie, me hundí, mis pies tocaron fondo y desde ahí aún seguía viendo el rostro distorsionado de ese primer payaso que quiso, ahora estoy segura, matarme del susto. El aire comenzó a esfumarse, había tragado ya litros de agua, el payaso ese felizmente no brincó a la piscina ¡Que cobarde! Mi hermano que había visto toda la escena, fue quien me salvó y me trajo de vuelta al mundo. Tiritando incontrolablemente de frío, con el corazón palpitando a mil por el susto, con mi pequeña caja toráxica retumbando cual orquesta, por el terror que me inspiraba la cara disfrazada de ese personaje, que no dejaba de mirarme impresionado; abandonamos esa casita del terror y no volvimos más.

Les queda ahora alguna duda de ¿Por qué odio a los payasos? A mí no. Los quiero a varios kilómetros de mí, perdonen los aludidos, y si alguno de ellos pretende acercarse, solo pido y espero que lo hagan con las caras bien lavadas y de luto, si es posible.


*Pintura de E. Autumn Daniels

1 comentario:

Anónimo dijo...

Al fin R, puedo volver a leerte; claro, con calma. Mira que develas una antigua fobia. Que locura. No pudiste medir nada. Sólo saltaste al agua para escabullirte de un adefesio, que para ser honesto, tampoco alguna gracia me causa. En el fondo, los payasos, son unos pobres personajes, que tienen sin temor, que cubrirse de un atuendo horripilante para ser explícitos; y encima, tienen que ponerse harta esencia para esconder su rostro, y como si esto fuese poco, pretenden ser gracia. Imagínate, que es lo que pensará un payasito, en los precisos instantes que empieza con la rutina de su mascarada. Con que se motivará?. Cuál será su expectativa antes de su actuación? Al final, se sentirá realizado?. Será feliz? O se tragará seguro el polvo de la derrota cuando no causa sonrisa? Solo, en plan de joda, procura verlo así: abatido, deslucido, pifiado. Después de todo, tienes que rememorar a Garrick, el actor de Inglaterra? “... El carnaval del mundo engaña tanto; que las vidas son breves mascaradas; aquí aprendemos a reír con llanto y también a llorar con carcajadas.”
ON