sábado, 14 de julio de 2007

LA RATA


Bigotes largos y delgados, como agujas, ubicados simétricamente a ambos lados de esa temible cara; crin ploma, tupida, color smog, horrenda, húmeda por la llovizna insoportable de aquella noche rata; ojos negros con un destello amedrentador como dos pelotas de vidrio observándome poderosos, desde uno de los peldaños de mi escalera. Hola! Vengo desde las entrañas del azar para resucitar esas vehementes taquicardias, ese atolondrado ritmo cardíaco tuyo, que hará que este encuentro sea del todo inolvidable. Todo eso me dijeron los ojos de esa horrenda rata gorda y gelatinosa mientras aguardaba paciente a que subiera.

Venía de un bar, de tomar unas cervezas con unos amigos, de dejar en el piso de ese lugar, toda la carga de estrés que había acumulado a lo largo del día. Créanme mis niveles de angustia pueden ser, realmente, considerables. Quería dormir, acomodarme como lo hace un feto en la panza de su madre y levantarme, al día siguiente, sin esas taquicardias alertándome una y otra vez que algo malo estaba por pasar. Cruce el pasillo acelerando el paso para huir de esa lluvia pusilánime y guarecerme del frío, cuando de pronto ella, sí, con ese pelo color asfalto, se interpuso con osadía en mi camino, evidenciando su poder sobre el mío. Esa rata se había comido, probablemente, todo el langoy del chifa de la esquina, el langoy de toda la semana, no había dejado ración alguna a los hurgadores de desperdicios; en un acto de egoísmo animal, esa rata enemiga se había engullido todo. Ahora movía su cola rosada, imperturbable, como un gusano de tierra, y yo R. algo adormecida por las cervezas y algo acostumbrada a las malas rachas decidí, con una valentía que más parecía prestada, no correr.

Olvidé que mi enemiga podía saltar, atacar, morder, someterme a un tratamiento gratuito de acupuntura del todo doloroso, en medio de mi pancita feliz. Rabia, agujas, sí, rabia, pinchazos, aguijones, gritos y taquicardias. Empecé a saltar, salté tan alto como pude, zapatee, pretendí asustarla, pero lo que conseguí entonces fue que el inmundo animal me retara a competir en las escaleras, mis escaleras. ¿Quién va más rápido querida R.? Me adelantó un piso. Arrastró todo ese cuerpo gelatinoso y repleto de chaufa por las escaleras. Su versatilidad era increíble, subía saltando los peldaños, uno tras otro, agitando contra la llovizna esa pegajosa cola rosada y yo mientras tanto, procuraba guardar distancia. Era horrenda, groseramente obesa, inmensa. Subió el primer piso, el segundo, el tercero, quería que llegara al cuarto nivel, solo así me dejaría abandonar la competencia en el tercer piso y escabullirme para encerrarme en mi casa. Primer piso, segundo, tercero y de pronto, mi enemiga se cansó. Volteó simulando estar agotada, podría jurar que me mostró una sonrisa de medio lado y allí, en medio del pasillo que conduce a mi casa, se detuvo y me retó.

Sí, quizás, el mejor ambiental para ese momento hubiera sido esa vieja tonada del maestro Morricone en Lo bueno, lo malo y lo feo, pero tuvimos que conformarnos, inevitablemente, con el desesperado sonido de mi corazón tratando de huir de mi caja toráxica. Mi peluda oponente de dientes afilados estaba desarmada, pedía lucha de cuerpo a cuerpo. Solo atiné a saltar de nuevo, brincar alto, altísimo, improvisé un acelerado paso de huayno, con un toque de tap tembloroso, de zapateo torpe, de rodillas castañeando, para probar si la vibración y mi cara de susto la hacían huir. Entonces, me dio la espalda, agitó su cola rosa, soltó unas gotas de llovizna adheridas a su cuerpo y emprendió la retirada, sí, hacia el cuarto piso. Corrí hacia mi puerta, no podía encajar la llave en la cerradura, mis manos temblaban, volteaba para ver si se asomaba, si regresaba, tiré la puerta. Preparé entonces mi trinchera. Cogí periódicos y tapé las rendijas de cada una de las puertas que dan al pasillo, puse un poco de masking tape, una roseada de baygon -en caso me estuviera enfrentando a una rata con complejo de cucaracha- y vigilé el pasillo, por el ojo de buey, por espacio de veinte minutos, para resistir al ataque. Con una escoba en la mano y un martillo en la otra espere lista a mi enemiga. La rata, sin embargo, no volvió ese día ni los siguientes, ya había logrado su objetivo, sembrar el terror en mi casa. Le bastó con aplicar el viejo truco del miedo, al mejor estilo de su amigo rata-Bush. Ahora antes acostarme, apago la terma, bajo la llave del gas y antes de bajar el telón, cumplo con mi segunda rutina; relleno con papel las rendijas de las puertas, aplico una banda de masking tape, un toque de baygon por si tiene complejos y apago la luz ¿Alguien se pregunta a estas alturas quién ganó la batalla? Yo no. Mejor voy más periódicos ¡Hasta Mañana!


* La rata: Cortesía de Sphinx Productions – Ed “Big Daddy” Roth

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hola R; después de siglos, claro, cada cual consumido por su agenda no?.Y esa rata que te persiguió, avasalló, increpó y desafío seguirá ahí, en tus escaleras viéndote con sorna pasar en cada anochecer, endilgado con los olores de tu temor, esperando cauto el preciso momento de salirte otra vez al paso sólo para preguntarte: ¿Porque te asustas? Si en el mundo donde a veces te mueves por tu oficio, hay un millón de los de mi especie que aún no has identificado. ¡Cuídate de los humanos¡
ON