martes, 22 de abril de 2008

LA LEY SEGÚN K.



Acabó de vivir uno de esos momentos “que solo se ven en la películas”. Me reuní hace un par de días con una persona a la que, por mi trabajo, conozco desde hace un buen tiempo. El es policía, es cristiano y me ha ayudado todo este tiempo a esclarecer algunas dudas que a veces surgen en el trabajo. Su formalidad y respeto me hicieron por un momento olvidarme de cuál es su labor y cuáles son los detalles obvios, mejor dicho, propios de su trabajo. Por ejemplo, la indumentaria inherente a un guardia del orden. Sí, había olvidado que K. es un policía.

El Domingo, entonces, mientras tomábamos un café, y K. vigilaba todo el perímetro del lugar, quiénes entraban, quiénes salían, y a la vez conversaba con atención, paréntesis a parte (¿Cómo puede hacer tantas cosas a la vez?¿Lo puedes creer X.?), me percate de un detalle: K. cargaba un libro grande y pesado a cada lugar que íbamos. Sí, mientras trataba de hallar un lugar poco transitado, bajo la sombra de un árbol por ejemplo, o quizás bajo las faldas de la ciudad, K. sujetaba con fuerza su libro, lo paseaba de una mesa a otra sin descuidarlo, buscaba el lugar idóneo. Hasta que por fin K. balbuceó: Aquí esta bien R.

Colocó sobre una silla su portafolio y ubicó a un lado de la mesa el bendito libro negro y solo entonces, sin peso alguno, fue a la barra en busca de un par de cafés. Aproveché el momento a solas y miré con detenimiento el libro, que K. arrastraba a cuestas, como una suerte de castigo. Me percaté, de inmediato, que era una versión del código penal y civil junto, probablemente, una versión bastante resumida pero no por ello menos vistosa. El libro de K. tenía una cubierta de cuero negra, con un cintillo que engarzaba con un broche color plata ambas tapas del libro, bastante elegante el detalle y las letras, las letras del título coronaban sin duda la edición: eran doradas y en bajo relieve.

Cuando K. volvió a la mesa y me alcanzó la taza de café, no pude evitar preguntarle por el libro. Recordé en ese momento que K. acababa de terminar sus estudios en derecho y entonces le dije:

-K. veo que no puedes despegarte ni por un segundo de tu Biblia…

-¿Biblia?

-Hablo de los benditos códigos que cargas de un lado a otro, con total devoción. Creo que el derecho es lo tuyo.

-¿Te parece? Revísalo si quieres.

Acerqué el libro a mis manos, deslice las yemas de mis dedos por esa superficie rugosa y fría, desabroché el cintillo y al abrir la tapa, solo atiné a decir:

-K. ¡Wow!

-R. ¿Por qué esa cara? Soy policía, es parte de mi indumentaria. Creo que lo olvidaste.

-No lo olvidé K., solo pasé por alto un pequeño detalle de tu indumentaria. Debo confesar que el traje de civil a veces me confunde.

-¿Qué crees R.? ¿Piensas acaso que allá afuera no hay una sarta de terrucos que quisieran ver rodar por el suelo mi cabeza?

Era una 38 milímetros, automática, con una caserina extra. El arma de K. era inmensa, brillaba muchísimo y encajaba, perfectamente, dentro del libro.

Entendí de pronto, porque mientras conversábamos K. tenía la vista puesta en otro lugar menos en la mesa: K no divagaba, K. cuidaba su vida. Por eso, aferraba con vehemencia el libro de cuero negro a su cuerpo. Pero también me sentí un poco tonta. Escribo desde hace varios meses este blog para exorcizar mis temores y taquicardias, temores que comparados con los de K. no pasan de un simple anecdotario.

Ahora, por alguna razón, solo suena en mi cabeza esa canción de The Beatles que tanto me gusta: “Happiness is a warm gun”.

¡Hasta Mañana!



martes, 8 de abril de 2008

AL FILO DE LA NOCHE


He tenido un día de perros, que a mordiscos me ha arrebatado a lo largo del día, hasta la última gota de energía que mantenía en pie a mi cuerpo. Estoy echa bolsa, eso de pasar horas de horas frente a una computadora, realmente, debe ser peligroso. Siento que toda esa energía negativa que emiten esas pantallas, todas esas chatarras electrónicas me han planchado el alma. Pero son las doce de la noche y me largo, he decidido no cruzar el umbral de la una de la madrugada, porque si veo en mi reloj la una, quizás caiga al suelo y eso, siendo honesta, no creo que sea lo más saludable.

Y, por suerte, D. ma petite editora está de acuerdo.

-Vamos R., siento que esta isla de edición ya está cargada. Y hoy no traje los cuarzos, así que mejor irnos antes que nuestros chacras se contaminen más.

Sí, D. es como una pequeña “Dharma”, cree en las energías, en las fuerzas de la naturaleza, en los chacras, fincas y demás sensaciones extraterrenales.

Abandonamos, de inmediato, la oficina, felices, no sin antes pasar angustiadas por el detector de metales. Pensábamos, entonces, si ese umbral electromagnético no acabaría por desintegrarnos, por chupar lo poco de vida que quedaba en nuestros cuerpos, por dejarnos derretidas en el suelo, un charco de R. y D., tal como le ocurre por un momento a Amelie(abajo les dejo el fragmento, por si no vieron la película).

Logramos cruzar el primer obstáculo y salimos de la oficina, estábamos listas para tomar un taxi, éramos libres, D. hablaba por teléfono, pero de pronto, me mira fijamente y me dice:

-R. avanza, camina…

-¿Qué pasa D.?

-Un cuchillo…

-¿Qué?

-El tipo ese tiene un cuchillo y viene hacia nosotras.

Debo confesar que a la primera pensé que era una broma, pero D. insistía. Entonces, la miré fijamente para ver si no tenía la vista desorbitada, para descubrir si las pantallas no habían terminado confundiéndola, para sujetarla en caso cayera al suelo. Y, en ese preciso instante, el brillo intenso de un objeto de metal ingresó con violencia hacia mi registro visual, por el rabillo del ojo. Y allí estaba, un sujeto de 1.70, ni flaco ni gordo, algo bigotón y sujetando en posición de ataque un cuchillo de cocina grande y filudo, de esos que pueden obtener el corte perfecto si se trata de preparar un carpaccio.

Y como ni D. ni yo estábamos dispuestas a terminar de cena en algún rincón retorcido de la ciudad y en la mesa de un grupo de fanáticos de Hanibal Lecter, listos de seguro para deleitarse con nuestros cuerpecitos: retrocedimos de a pocos, sigilosamente, y temblando.

El hombre se acercaba, estaba ya a unos cinco metros y de golpe se detuvo. Otro sujeto, de espaldas a nosotras, le dio el encuentro y le quitó el cuchillo. El bigotón, le susurró tres palabras al oído y la nueva amenaza, volteó con el cuchillo en posición de ataque y en dirección a nosotras. Retrocedimos más y más hasta llegar a la puerta de la oficina. El guardia imperturbable, solo observaba la escena. Como si necesitara de una película para mantenerse en pie y nosotras le ofreciéramos gratis una escena perfecta de suspenso.

La nueva amenaza se acercó un poco más y un poco más y cuando estaba a punto de caer al suelo y las taquicardias golpeaban a morir mi pecho, el sujeto dio media vuelta, cruzó la pista y se perdió en la inmensidad de la noche.

-¡Ufffffff! ¿Qué fue eso R.?

-DDDDDDD. No lo sé, no me sueltes el brazo que me derrumbo. Nos iba a matar, qué iba a hacer.

-Tranquila R. ya pasó. Pero tengo que decirte algo, esto me pasa porque estoy contigo. Es cierto, eres un imán de situaciones extrañas, me pregunto cómo puedes sobrevivir con ellas. Jajajajaja, ser tu amiga R., es aceptar vivir en peligro.

D. lo había comprobado. Y debo confesar que me siento un poco culpable, la había arrastrado, sin desearlo, a uno de mis momentos taquicárdicos y extremos. ¿Será cierto lo que dice J?, ¿será cierto que el azar se ha ensañado conmigo?

En los últimos días, encontré cierta calma en mi departamento y pensé que podía haber superado mis momentos “mufas” y de intenso estrés. Pero hoy compruebo, que no, que me equivoqué, que de una u otra forma siempre vuelven y me sorprenden en donde este y, totalmente, desprevenida. ¿Cómo puedo exorcizar mi vida de todo esto? Si alguien tiene alguna idea, láncela por favor.

Los dejo ahora con el video que les prometí…