domingo, 27 de mayo de 2007

EL METRO DE PARIS



La primera vez que me sumergí en el metro de París, mis oídos colapsaron de éxtasis al ser sorprendidos por una inesperada marcha de violines. Melodías suaves, violentas, por segundos intensas, por minutos nostálgicas, pero, sobretodo, cuerdas enfrentadas contra cuerdas resucitando composiciones inmortales, resucitando, inevitablemente, cada pelo de mi cuerpo. Esta vez no habían sístoles y diástoles, solo el sonido de quince perturbadores stradivarius penetrando mis huesos. Pensé entonces que la cultura en París se respiraba incluso en un lugar tan utilitario y pragmático como un metro. Ahí estaba yo, detenida frente a un grupo de estudiantes de música, que había decidido sorprender, a esta humilde melómana con nervios de goma, con un impresionante espectáculo de música clásica. Descendí las escaleras, visiblemente, conmovida, hasta llegar al corazón del metro de París, la estación central: Chatelet. Aún recuerdo ese nombre Chatelet, Chatelet, Chatelet, tanto como esa palabra pegada, maravillosamente, en cada pasillo del subterráneo, “sortie”, salida, escape.



Esperaba la llegada del metro para dirigirme hacia la estación que me llevaría hasta el albergue, donde, por esos días, compartía el sueño con un grupo de japonesas, que habían llegado hasta la ciudad luz para comprarlo todo. Aguardaba, entonces, detrás de la raya amarilla, esperando atenta el sonido de la campana, cuando de pronto un hombre bastante desgarbado, que evidenciaba su existencia arrastrando los pies, se acercó a mí, sí, entre decenas de personas, me eligió a mí y no solo eso, me habló en francés, terrible equivocación, je ne parle pas francais, le dije. Con las señas entendí que quería un cigarro, segundo error, no fumo, la nicotina y el alquitrán, me pueden matar antes de tiempo y si algo deseo es llegar por lo menos a los 90 años con vida, no puedo esperar alcanzar a Juanita, mi abuela, quien ya pasó los 101. Pero en fin, no tenía cigarros, el mendigo algo molesto desistió y le pidió lo mismo al hombre que estaba parado a mi lado, mala suerte, él tampoco fumaba. De pronto, un esputo volador se estampó contra la cara del vecino, quien se limpió con un pañuelo y solo atinó a meter las manos dentro del bolsillo de su saco y empuñar una chaveta filuda, brillante, tan brillante que el contacto visual me hizo pestañear; el indigente fumador no se quedó tranquilo, sacó también de su mochila un cuchillo y, sin imaginarlo, yo R. estaba en medio de esa gresca, totalmente, asustada.

Chatelet estaba reventando de gente, las caras se encogían asombradas, aterradas y no encontraba un lugar a donde huir. Y no exagero cuando digo que sin problemas podía salir lastimada. Ambos lados estaban ya en posición, con las retinas dilatadas, cortando el viento con el acero, ambos listos para herir a su adversario ¿Se darían cuenta de que yo no era el enemigo? Estaban cerca, tan cerca, que solo atiné a encoger la barriga, cubrirme la cara, que vanidad, y empujar al resto, en un intento natural de supervivencia. La taquicardia me estaba matando. Y no entendía los insultos, no comprendía lo que decían, no entendía nada, solo podía leer sus gestos y créanme que no era suficiente, estaba parada en medio de una bruma idiomática que alteraba cada nervio de mi asustadizo organismo. Y de pronto clinnnnnnn, clinnnnnnn, no era el segundo round, era el hermoso metro de París, esa mole de acero y pura electricidad que se acercaba veloz para rescatarme. Se abrieron las puertas y me sumergí corriendo en las fauces metálicas de mi salvador. Aún sudando, creí oír a lo lejos los stradivarius evocando una aterradora composición de Wagner. Llegué temblando al albergue y ahí estaban mis amigas japonesas que no hablaban español, francés pero masticaban algo de inglés. Les conté que había estado en el metro de París y que un hombre tenía un cuchillo, mis amigas consumidoras y de ojos rasgados solo exclamaron sorprendidas y con las camaritas colgándoles del cuello: The man has a Knife? Sí, a knife, les dije, Ohhhhh! A knifeeeeeeeeeee…Nooooooo…Solo logré trasladarles mis taquicardias con tal efectividad, que decidieron asustadas no poner un solo pie en el metro de París ¡Que había hecho! Estresar a mi entorno. Ni en París había logrado relajarme del todo y no contenta con eso, había bombardeado a mis nuevas amigas con intensas ráfagas de tensión. Pero debo decir a mi favor algo, ésta no es una exageración mía. El azar estaba detrás de todo esto, jugando una vez con los hilos de mi vida. Dos días después, más tranquila, decidí enfrentar mis temores y bajé de nuevo al metro, llena de coraje, para ir a conocer el Palacio de Versailles. Esa trifulca inaugural, me repetía una y otra vez, fue sola una terrible coincidencia, solo una coincidencia. Pero la verdad no lo fue, me equivoqué, viajar a Versailles fue un infierno, un desafío más para mi cuerpo. Adiós, coraje.

Esta vez, dos hombres intentaron asaltar a unos amigos y, por supuesto, a mí. Hasta ahora me pregunto ¿Por qué nunca puedo estar excluida de estos insufribles episodios? No lo sé. En fin, llegamos a cambiar tres veces de vagón, intentamos perderlos de vista en cada una de las estaciones, pero fracasamos. Nos siguieron por media hora, se sentaban cerca, nos miraban fijamente. Era casi una suerte de tortura psicológica. En la penúltima estación por fin logramos correr por las escaleras mecánicas, atropellando en el camino a uno que otro franchute que gritaban a lo lejos consonantes y vocales enredadas, totalmente, incomprensibles. Que corno habrán dicho! Seguro mi madre pago pato, pollo y pavo. Mientras corría alterada por esos pasillos enredados solo atinaba a buscar esa milagrosa palabra: Sortie, escape, salida. Llegamos en segundos hasta la puerta de Versailles, jadeando como perros que huyen de sus amos, habíamos logrado por fin, perderlos de vista. Esa noche caminé sola hasta el Sena, me quedé por un rato mirando las luces, disfrutando la arquitectura en compañía de unos viejos faroles, pensé entonces en el azar y en ese raro imán que llevaba pegado al cuerpo y que se encargaba de atraer situaciones extrañas a mi vida. Al menos esa noche, el cielo parisino logró desterrar de mi pecho por un instante, esas incesantes taquicardias. Recordé entonces la marcha de los violines, ese sonido intenso y fui a dormir evocando los nostálgicos acordes de esos quince stradivarius del metro de París.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

R. Dime si ese cierre de tu historia no es una maravilla.Me hizo volver a la ficcion es esta realidad atribulada.Ahí lo reproduzco.
ON
"Esa noche caminé sola hasta el Sena, me quedé por un rato mirando las luces, disfrutando la arquitectura en compañía de unos viejos faroles, pensé entonces en el azar... Recordé entonces la marcha de los violines, ese sonido intenso y fui a dormir evocando los nostálgicos acordes de esos quince stradivarius del metro de París"

Anónimo dijo...

R. entonces no sólo unas palabras en francés son ncecesarias para recorrer la ciudad luz, y disfrutar de esa átmosfera parisina tan mitificada, también hacían falta unas lecciones de defensa personal, y eso no me lo imaginaba. Por cierto, tus amigas japonesas, además de consumir todo y tomar fotos a todo monumento, sabían judo?
mcl

chica dijo...

A mí me mató la cantidad de historia que hay en París. Y también... las crepes con plátano y nutella, las caminatas con chico, una tienda de libros y cómics alternativos de segunda, la gente increíble que conocimos, la casa de campo (y Zonka, LA perra ), Versalles, el Louvre, una espectacular expo en el Pompidou... y la recomendación de Tiphaine: "asegúrate siempre de agarrar un buen trencito" :D

Anónimo dijo...

No conozco París... Tu nota esta mostra!!! Y comparto lo dicho por anónimo... el final te quedo genial
el Jarcor

Anónimo dijo...

París,no lo conozco,pero debe ser muy especial,por su historia,pero esos hechos cotidianos la igualan a nuestras ciudades tercemundistas,nada que envidiarle,podriamos decir como los Soda,La ciudad de la Furia..me veras caer...
Adios viajera,yo hubiera escrito lo mismo.
Suerte
Santiago