miércoles, 23 de mayo de 2007

DE BOMBAS, CORSOS Y GIGANTES


He decidido redecorar mi casa, comprar unos cojines, colgar unos cuadros y conseguir unas lámparas de papel chinas, mejor si son rojas por el feng shui. Dicen que el rojo tiende a atraer tranquilidad al hogar y la verdad es que esta casa y en vista de los crueles embates del azar, lo mejor es seguir de cabo a rabo ciertos consejos ancestrales. Iba a salir en busca de esas cálidas esferas que penden de las tiendecitas de la calle Capón, cuando recordé que casi perdí mi casa por una de esas pequeñas bolitas de papel maché. Fue en mis últimas vacaciones. Rosita, la mujer que se encarga de organizar mi vida, de limpiar el polvo blanco que se anticipa a las navidades, de ordenar mi casa luego de algún robo inesperado y de mantener las ventanas cerradas para evitar que algún murciélago irrumpa en mi casa, me contó aterrada que casi se incendia el departamento. En serio, que increíble, le dije entonces, comenzaba ya a perder, por esos días, mi capacidad de asombro.

Rosita me contó que dejo prendida la luz de una de las habitaciones y que, al día siguiente, cuando abrió la puerta, casi muere ahogada por la tremenda trompada que le prodigó en plena cara una insoportable nube de humo: la lámpara se había quemado, un cortocircuito seguro, y había terminado de achicharrarse, por suerte, en el parqué del cuarto.¿Cómo olvidarlo? Hasta hoy permanece dibujada en el suelo una simétrica aureola negra. Lámparas chinas descartadas. En fin, había decidido voltear la pesada página del pasado en esta casa, con todas las historias raras incluidas, y abrir las ventanas – solo por el día, ya saben que los murciélagos rondan Miraflores – y darle un nuevo respiro a la casa. Decidí empezar por sacudir el polvo de los muebles, cuando de pronto, la taquicardia, al mejor ritmo de Tiburón, tomó por asalto mi caja toráxica. Allí en el mueble crema, limpio, delicado, una inmensa huella de zapato, kilométrica, el zapato de un gigante podría decirse, abarcaba casi la totalidad del cojín ¿Qué era eso?¿Quién había saltado sobre un pie sobre mi diáfano mueble?¿Acaso había alguien en la casa? Ya estaba sudando. La música asfixiante de Tiburón retumbaba por todo mi cuerpo. Solo quedaba una salida: revisarlo todo.

Busqué en cada habitación, debajo de las camas, en los closets, detrás de las cortinas, de las mesas de noche – como si alguien pudiera caber ahí - detrás de las puertas, en la cocina, en los gabinetes, repisas, en los lugares más estúpidos, imposibles, delirantes, allí busqué también. La tina, el tacho de la ropa sucia, los cajones, los lugares ridículos, los más ridículos de todos. Nada, no había nada. Siguiente paso: comparar la huella con el zapato de mi hermano; el calza 43, no podía ser tan grande. Cogí una zapatilla, la medí detenidamente, y la diferencia era terrorífica, esa debía ser la huella de un hombre que calzaba quizá 52 ¿Existe acaso esa talla?¿De dónde pudo salir? O acaso me había encogido y en cualquier momento tendría que empezar a correr para evitar ser devorada por una hormiga. Era una huella grande en un mueble crema, una sola huella, no dos, una anormal marca negra que embarraba todo el cojín del sofá. Aturdida decidí olvidar el asunto, tirarlo a la espalda, total, no había nadie en la casa, estaba vacía. Sumaría este episodio, al del inexplicable polvo blanco. Quizá necesitaba un baño con esas bombas relajantes efervescentes, necesitaba que una espuma tan alocada como yo cubriera por completo mi cabeza y se llevara, con suerte, a punta de burbujas, todo el estrés de mi organismo. Eso haría, que las burbujas aplaquen mi neurosis.

Estaba lista entonces, cuando de pronto un sonido ensordecedor, volvió a crisparme los nervios. Bum, bum, bummm ¿Una bomba? Sí, era una bomba. Yo había vivido de cerca la de Tarata, había estado a una cuadra de la bomba colocada en el Hotel Maria Angola y a unos pocos metros de la explosión en el instituto Libertad y democracia. Una bomba, de nuevo una bomba. No me iban a sorprender esta vez, ya había aprendido, meticulosamente, las técnicas de supervivencia. En tiempo de guerra, cuerpo a tierra. En caso de bomba, siga estos pasos: tírese al suelo, aléjese de los vidrios, cubra su cabeza con la manos, abra la boca, separe las piernas, cierre los ojos y, si es católico, rece, si no lo es, hágalo también. Lo espantoso de este episodio, es que tuve que cumplir con todo el ritual antibombas desnuda. Recuerdan que tras la huella había decidido meterme a la tina para relajarme, bueno pues, acababa de poner el primer pie en el agua, cuando el estallido me sorprendió sin ropa. Sí, desnuda, en bolas, como Don Antonio.

Avance agachada hasta la habitación para traer hasta el baño mi teléfono. De nuevo, bum, bum, bummm. Miraflores, otra vez en llamas. Ya podía escuchar en mi subconsciente las sirenas, las ambulancias, los bomberos. Hola Rafael, oíste, una bomba de nuevo, estoy muerta de miedo y tirada en el baño boca abajo sin ropa, justo me iba a meter a la ducha, estoy aterrada, temo cortarme con los vidrios, hay ventanas por toda la casa, estoy encerrada en el baño. R. vístete por favor ¿Sabes que día es hoy? No, respondí. Dentro de dos días es 28 de julio y el Corso de Wong acaba de terminar su recorrido y ya empezó el fantástico espectáculo de fuegos artificiales, no hay bombas. Por favor R. tienes que hacer algo con esos traumas. Sí, vestirme. Estaba más roja que un camarón, totalmente abochornada, la vergüenza era tal que pensé que ese color rojo tan intenso invadiendo toda mi cara, terminaría convirtiéndose en una suerte de alergia ¡El Corso de Wong! Claro. Si alguien quería saber que tipo de traumas y efectos colaterales pueden producir en una persona la exposición a la violencia senderista, no indaguen más, la respuesta en mi caso es evidente: El ridículo. El efecto más bochornoso de todos. Ese que te quita el sueño, te paraliza la respiración y te arranca el pecho a punta de taquicardias estúpidas. Desde entonces, para evitar el ridículo, ese efecto colateral que dejó tan arraigado en mi Sendero Luminoso, cada 28 de julio procuro estar en el Parque Kennedy, levantar la vista al cielo, disfrutar de ese grupo de lucecitas centellando sobre mi cabeza y de paso no olvidar de nuevo que el bummm! No es otra bomba sino el tradicional Corso de Wong.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

r me gustan tus historias. se nota q eres una verdadera cazadora de historias minimalistas e íntimas. te felicito porq me transmitiste todo ese sobrecogimiento q experimentas cuando cuentas algo. en verdad te pareces a mina murray? sería fantástico. una heroína de aspecto tan frágil, pero con un carácter tan determinado. saludos.
mcl

Anónimo dijo...

Imaginate a la lucida y sobria R, desubicada, sin haber descubierto a su gigante; y, luego de bruces en el piso, desnuda.... cumpliendo obsesivamente las reglas de la supervivencia.Que locura. Que frescura. Que ironía.
ON

Anónimo dijo...

Rulis... Me he cagado de la risa con el final del manual de sobrevviencia antibombas... de verdad que tu taquicardia es un caso...
esta muy buena..
El jarcor