lunes, 7 de mayo de 2007

MI EDIFICIO (EPISODIO I)


Se supone que cuando te mudas por primera vez y vas en busca de la tan ansiada independencia, esperas, de alguna forma, poder encontrar un bulín donde tú y todas tus cacharpas puedan convivir en armonía y si es posible acogidos por un vecindario apacible. Yo R. soy de las que siempre se esmera en buscar un poco de calma y cuando digo que me esmero, no exagero, he procurado incansablemente en los últimos ocho años encontrar espacios pacíficos, sosegados, stress free, para ser más directa. He buceado en la páginas de los avisos económicos hasta destrozar mi vista, he recorrido obsesivamente calles, he preguntado, he sudado, he contratado corredores que sin piedad succionaron mis ahorros, lo hice todo, solo para encontrar un poco de paz. No siempre tuve éxito, pero debo confesar que, hace tres años, sentí con honestidad que me había aproximado a la meta. En ese instante, pensé que había hallado por fin mi lugar, mi morada, ese rincón casi perfecto que, involuntariamente, lograba arrancar de mi boca una frase tan trivial como: “Hogar dulce hogar”. Sin embargo, el adverbio “casi” revela con cierta sutileza, mi tremendo desacierto. Así es, fracasé, fallé, cometí un error y de los grandes.

Mi edificio, puedo decirlo sin rodeos, se ha convertido en un imán de episodios raros, de situaciones inesperadas, que comenzaron a atacar frontalmente mi sistema nervioso, una semana después, de que reventando de alegría cruce el umbral de mi departamento. Hoy, por supuesto, el epicentro de agresivos sístoles y diástoles. Creo incluso que mi taquicardia se agudizó desde entonces. Había pasado una semana, siete días, cuando de regreso del trabajo, un cajón, sí, un ataúd lustroso, obstaculizó de golpe mi paso. Mi cuerpo se eriza mientras narró ese instante, ahora mismo me siento como una suerte de catre hindú, mis pelos hacen las veces de clavos. Mi vecino, el señor que acababa de conocer hace pocos días, se despedía de mí a través de una aterradora y fría caja fúnebre. No pude dormir esa noche, tampoco las siguientes ¿Por qué yo? ¿Por qué mi rincón ideal se veía de pronto enlutado de esa forma? Éste fue solo el comienzo. Salí al poco tiempo en busca de nuevos vecinos y conocí a Don Antonio y a Martha, una mujer muy simpática, que vivía al otro lado de mi puerta, y que no podía ocultar a diario su extraña obsesión con la seguridad. Cierra la puerta corazón, asegura bien tu reja, esa chapa está muy débil, busca otra, guarda bien tus llaves, yo prefiero llevarlas en el pecho, me las muestra, Que horror! Han robado en el primer piso, continúa Martha, visiblemente, aterrada. Tanta locura terminó por perturbarme.

Desde entonces, decidí inspeccionar un poco el edificio, revisar los pasillos, detectar cada lugar por el que un ladrón podría escabullirse y robar mi casa. Las ventanas exteriores, las rejas, la entrada, el techo, los departamentos laterales, las ventanas interiores. Faltaba la ventana del descanso del segundo piso. Decidí observar entonces si desde ese ángulo podían espiar mi apacible hogar, concluí aliviada, que era imposible. Pero Don Antonio, el administrador del edificio, sí debía tener cuidado, yo R. podía verlo todo. Y lo comprobé cuando, en ese preciso momento, Don Antonio apareció en bolas, sí, calato en la ventana, cantando, y yo allí empinada mirándolo sin querer, transformada por las circunstancias en una voyeur de pésimo gusto. Lo peor de todo es que cuando me disponía asqueada a huir, Don Antonio me vio. Carajo! Corrí despavorida, tomé un taxi y me fui al trabajo. No podía creerlo, de seguro pensaba que era una enferma de lo peor y que disfrutaba espiando viejos en bolas. Dejé de mirarlo a los ojos por un buen tiempo. Nunca me dijo nada, pero ambos lo sabíamos ¿Le habrá contado a su esposa? Eso me tortura hasta ahora.

Debo confesar, sin embargo, que esta histeria mía, que me llevó a recorrer los caminos del ridículo, fue fundada. Hace un año robaron mi casa y como no podía ser de otra forma, fue de lo más extraño. No solo porque no forzaron la puerta para entrar, sino porque el felón solo se llevó mi equipo de música y mis discos, mis tesoros más preciados, con tristeza lo digo. Lo raro de este episodio fue que el asaltante se llevó mis zapatillas, los ocho pares de zapatillas que tenía ¿Qué más puedo pensar? Un ladrón fetichista. Prefirió mis zapatos a un televisor, pasadores a mis artefactos, suelas de goma a una cámara fotográfica, plantillas ortopédicas a dinero al cash. A estas alturas mi rincón ideal se había convertido ya en una sucursal de sobresaltos y taquicardias. Pero pensaba igual con optimismo que la situación mejoraría ¿Qué más podía pasar? Polvo blanco, eso resume la próxima historia, polvo blanco esparcido en el piso de mi casa, toda una fiesta al mejor estilo de Tony Montana. Voy en busca de un vaso de agua, estoy sudando, las ventanas siguen cerradas. Regreso pronto…




1 comentario:

Anónimo dijo...

Esta claro R, que el domingo supera al jueves y viceversa. Verdad?. Es bueno saber que escribes así, porque abres la posibilidad, de que ya, pronto, sin mas trámite que tu decisión te atrevas a contar ya no crónicas, sino ficciones. No recuerdo si fue Gabo o Bryce quién una vez dijo: “que escribía para q sus amigos lo quieran más”.Esa frase, en verdad, creo que es precisa. No te resolverá quizás, la incapacidad de ser asertivo, pero al menos – de eso no hay duda- las locuras de la indecisión. En suma, para los que de alguna forma, te hemos robado un poquito de gracia, verbo, tiempo, angustia, va a ser bueno, muy bueno, que en algún momento podamos disfrutar a cabalidad la magia de un reto. Una cosa mas, como se nota en tu discurso, por suerte, que quieres escapar del “parámetro del periodismo”. Y eso sí, dice mucho de tí.
ON